lunes, 2 de octubre de 2023

Una vez más

Como un escéptico obstinado, que ha pasado toda la vida dudando de cualquier magia, religión, creencia y esoterismo, me era imposible aceptar lo que estaba viviendo. 

Ese era yo, esos eran mis compañeros de escuela, esa era mi maestra, y yo era el que hablaba, me sentía hablar, las palabras salían de mi boca y la gente me miraba… no había duda, estaba ahí, en la misma escuela, con los mismos compañeros y con la misma maestra, igual que ese día de hace ya 40 años. 
No había duda, (por más que las buscara, no había duda) eso era real. 

De pronto volví a la realidad, al ahora, volví a tener 48 años, ese viaje al pasado había terminado, y entendí que eso había sido solo la muestra gratis, apenas unos minutos, una pequeña probada de aquello prometido, la prueba que necesité para poder creer en la oferta que me habían hecho. 


Ese día había empezado como un día normal, la misma rutina, el mismo camino, el mismo horario repetido.
Ya había dado varias vueltas por el barrio de Tres Cruces buscando un lugar para estacionar, y luego de haberlo conseguido, emprendí mi caminata hacia la oficina. 
Al llegar al edificio saludé al portero y me dirigí al ascensor, un día más, nada particular. 

Al subir al ascensor vi que había una señora mayor, a la cual no reconocí, pero igualmente saludé. 

- Buenos días – le dije. 
- Buenos días – respondió. 
- ¿Sube? – pregunté (ya que ella estaba en el ascensor en la planta baja pero no descendía del mismo). 
- Sí – respondió nuevamente, asintiendo con la cabeza mientras sonreía. 

Las puertas del ascensor se cerraron y marqué el piso 10. 
En ese momento, en el que el ascensor comenzaba a moverse no me percaté que no había otro número marcado, ni se me ocurrió preguntarle a la señora a que piso iba, ya que ella estaba ahí antes que yo. 

A mitad del trayecto me tomó de sorpresa su pregunta: 

- Es difícil estacionar en esta zona, ya estás llegando tarde, ¿no es así, Wilson? 

En unas pocas centésimas de segundo mi cabeza se llenó de preguntas. 
¿Cómo sabe mi nombre?, ¿La conozco de alguna parte?, ¿Cómo sabe mis horarios?, ¿Me habrá visto dando vueltas para estacionar?, ¿Quién es? 

La sorpresa se transformó en algo de miedo cuando volvió a hablar: 

- No te preocupes, Wilson, no me conoces, pero estoy aquí para hacerte un regalo. 

Podría haber intentado pronunciar alguna de las preguntas que segundos atrás resonaban en mi cabeza, pero solo se me ocurrió decir: 

- ¿Qué tipo de regalo? 

Mientras esperaba la respuesta, ahora si fijé mi atención en la señora. 
Era una mujer con la piel lo suficientemente arrugada como para arriesgarme a estimar su edad en más de 90 años, seguramente cercana al siglo de vida. 
Sus ropas y accesorios eran – ahora que les prestaba atención – dignas de una gitana, una de esas personas que leen las líneas de la mano, la borra del café, o algún otro tipo de práctica esotérica que me era tan difícil de aceptar. 

Toda esta reflexión interna sobre quien era mi compañera de viaje de subida hasta el piso 10 me distrajo del hecho de que el ascensor ya no se movía, el número 10 ya no estaba resaltado y el indicador del piso en que estábamos permanecía apagado. 
Lo que realmente importó fue su respuesta a mi pregunta sobre el tipo de regalo: 

- Te voy a dar la oportunidad de volver a vivir un día de tu pasado, cualquiera que elijas. 

Mi “yo” escéptico volvió a la realidad y con su mochila llena de ciencia, filosofía y pragmatismo la única idea que podía explicar esto era que seguramente me quería sacar dinero, o engañar de alguna forma. 

- No, no te quiero sacar dinero ni engañar – dijo a continuación la señora.

Mi sorpresa fue mayúscula al ver que repetía las palabras que acababa yo de elaborar en mis pensamientos. Pero eso no era suficiente, no había forma de que lo que me ofrecía fuese real y posible.

- Por ejemplo, así... – dijo mientras tocaba mi frente con su mano. 

Y ese fue el momento en que volví a sentir el aula, los murmullos de los niños, esos niños que habían sido mis compañeros. Sentí la mirada de la maestra Cristina, que atenta a mi respuesta asentía con la cabeza y sonreía como hacía siempre que alguien respondía bien. 
No tenía control de lo que estaba pasando, era un espectador, pero estaba dentro del mismo cuerpo de 8 años, movía mis brazos y mi boca como los moví aquel día de hace ya 40 años, dije las mismas palabras y sentí el mismo orgullo de haber respondido bien. 
Todo era real, pero lo estaba viviendo con la conciencia de este Wilson de 48 años. 
Y en ese momento volví al presente, fueron apenas unos minutos de prueba para que le creyera. 
Y no tenía forma de no creerle, el viaje se había sentido real y el corazón estaba latiendo a mil. 

La carga del escepticismo (como la describía Carl Sagan) había desaparecido, o por lo menos no era útil en ese momento, simplemente creía. 

- Puedes elegir cualquier día de tu pasado, – repitió la señora – y lo vivirás como has vivido ese recuerdo de la escuela. 
  No podrás cambiar nada, solo estar presente y volver a hacer y sentir lo mismo que aquel día. 

Sin hacerme más preguntas (ni siquiera la más obvia: ¿por qué me estaba pasando esto a mí?) comencé a pensar en cual sería mi viaje de un día. 

Podría haber elegido cualquier momento de felicidad, como volver a conocer alguna de las mujeres que amé, o revivir algún error, para entender en que fallé. 
Podría haber vuelto a jugar con mis vecinos a la escondida hasta que mi madre me llamara para que entrara porque se estaba haciendo de noche, o haber ido a festejar nuevamente el cumpleaños de uno de esos amigos que uno cree que siempre tendrá cerca y que el paso del tiempo los ha llevado lejos. 

Sin embargo, instintivamente, sabía que el día que iba a elegir sería un día con mi padre, ese que hacía algunos meses había partido. 

En ese tiempo que tenía para elegir (que ya parecía eterno a pesar de que no avanzaba) me puse a pensar en cual sería ese día, de entre todos aquellos que tuve oportunidad de compartir con él. 

Podría haber sido el día en que me llevó a su trabajo, a aquel taller de herrería de la UTE donde pasaba los días entre fierros y mates, para revivir el orgullo de ese niño de tener un padre que era bien recibido, respetado y saludado con cariño. 
O podría haber vuelto a alguna noche de esas que, durante un apagón, a la luz de una vela, jugábamos con mis padres y mis hermanos a “La Conga” o a “La Escoba del 15” hasta que nos mandaban a dormir. 
Tal vez sería divertido escuchar otra vez alguna anécdota de esas de cuando él era joven, cuando boxeaba en un gimnasio llamado “Wilson”, razón por la que me puso este nombre. Nombre que cuando chico no me gustaba mucho pero que empecé a querer luego de conocer su origen. 
Pensé también en algo más trascendente, en volver a escuchar como nos rezongaba para que hiciéramos caso a mi madre, esa mujer que amó y protegió, y a la que nos repetía cada vez que podía que no se le debía faltar el respeto nunca… ¡nunca! 

Al final empecé a pensar en algún día en donde me hubiese gustado escuchar o decir algo más, algún pendiente. Pero las reglas de la visita eran claras, no se puede modificar nada, solo revivir el día tal cual fue. 

Entonces estuvo claro. 
Sin mediar palabra miré a la gitana. Ella que también me miraba atenta, sin preguntar, tocó mi frente y me envió al día que había elegido. 

Y ahí estaba yo, en la sala de CTI, frente a la cama de mi padre. 
Era el día en que me dejaron entrar, a pesar de los protocolos de COVID pude verlo. Luego de limpiarme con alcohol en gel y vestirme con todas las protecciones y ropas desechables que allí me daban. 
Él no me vio, estaba inconsciente, en coma, respiraba con dificultad ayudado por una máquina. El constante pitido de la otra máquina que se aseguraba de que su corazón siguiera bombeando pronto se volvió parte del ruido ambiente y ya no lo escuchaba. 

- No podés tocarlo - me habían dicho. 

No fue fácil hablarle, algo que heredé de mi padre fue la tosquedad a la hora de expresar emociones, así que como muchas veces en la vida estábamos de nuevo los dos solos ahí callados, él por no poder hablar, yo por no saber que decir. 

La promesa de la gitana era real, volví a decir lo mismo que dije aquel día, volví a sentir cada emoción como ese momento, volví a llorar igual que aquella vez. 

De todos los días que pude haber elegido, elegí ese, el día que me despedí de mi padre, el día que le tomé la mano a pesar de que no se podía, el día que me corrí la mascarilla y le di un beso en la frente sin importar si me retaban, el día que le dije, por última vez, ¡Te quiero!.

martes, 21 de octubre de 2008

Desatardeceres

Aldo Molina era el nombre del hombre, un chacarero olvidado a las afueras de la vida, de manos ásperas y pelo gris, de edad desconocida.

En las mañanas de frío, antes de que el gallo despierte al día, el hombre ya estaba de pie frente a su rancho, rezongando al perro pa’ que no ladre, armándose un pucho y preparándose para otro día.

La rutina diaria no perdonaba, las vacas necesitaban quien que les de de comer y luego las ordeñe.
Había que recoger las verduras, cargarlas en el carro y marchar al pueblo a encontrar quien le compre.
No había días libres, ni se suspendía por mal tiempo, era el único en el rancho, capataz y peón por turnos, ni tiempo para enfermarse le quedaba.

A la tarde descansaba junto al rancho debajo de una parra, ahí se aprontaba unos mates, se armaba un pucho y pensaba. Pensaba en ella, pensaba en ellos.

El día que se fue su esposa se lo llevó todo, todo lo que él quería en este mundo, se llevó a Rosita, la más pequeña y también a Julián, el primogénito.
Ese día no lloró, no quiso hacerlo. Llorar no es de machos, y menos por ella, que ya iba a volver seguro, siempre volvía.

- Te digo que es la ginebra la que me pone así. – le había dicho ese último día – Si yo ni me acordaba que te había pegado, no es para tanto vieja, vení p’acá te digo.

Ella no volteó a mirarlo, cargada de bolsos y arrastrando a los hijos que no entendían que pasaba, se fue llorando, ella si lo tenía permitido.

Esta vez ella no volvió. El esperó y esperó y desesperó... y luego se resignó.

La ginebra pasó a ser su fiel compañera durante el día, con la voz clara pero amarga le llenaba la cabeza de ideas y desvaríos propios de un alcohólico, pero a la noche se escondía entre las botellas de la cocina cuando llegaba la otra, la que le quitaba el sueño, la que le hablaba al oído, la soledad.

Con el tiempo Aldo se fue dando cuenta que la cama le quedaba grande, y para evitar que le ande sobrando sábanas prefería dormir en el piso del comedor, una manta y unos cueros que usaba como almohada eran más que suficientes. Ya de paso alejaba recuerdos, dos metros más por lo menos, “algo es algo” se decía.

Esa tarde la ginebra era la misma de siempre, pero a él le sabía más amarga que de costumbre, y como de amarguras tenía lleno el corazón ya no lo soportó.
Primero apartó el vaso y miro con bronca la botella, que sentido tenía seguir así. Luego se levantó y entró en la casa caminando torpemente pero con determinación.
Al salir tenía en sus manos el arma que solo usaba para espantar zorros, siempre la tenía cargada así que solo tuvo que gatillar y apuntar.

El estruendo se escucho desde lejos, el perro empezó a ladrar como loco desde el otro lado de la casa donde estaba atado. Luego el silencio.

Tanto había esperado para decidirse que ya había pensado que nunca se iba a animar.

Pasados unos segundos se escucho otro disparo, nunca tuvo buena puntería y menos en ese estado, al tercer tiro le embocó, la botella de ginebra se partió en mil pedazos que volaron por el aire y derramo su amarga sangre en la mesa del patio donde descanzaba hasta hace segundos.

Ahora estaba un poco más feliz, si solo pudiese averiguar cómo hacer para matar a soledad...

lunes, 7 de julio de 2008

Valentín quería volar

Los niños del orfanato habían hecho dos largas filas en el pasillo principal, una fila sobre la pared norte y la otra sobre la pared sur. En el extremo de esas filas, donde estaba la ventana principal que daba al patio estaba Valentín.

- Va-len-tín… Va-len-tín… Va-len-tín – vitoreaban los niños.

Valentín comenzó su carrera por el pasillo mientras sus amigos seguían gritando su nombre.
Al final del pasillo, en el extremo opuesto de donde Valentín había comenzado su carrera se había montado una plataforma de salto improvisada, dos sillas apoyadas contra una mesa de las del comedor.

A medida que avanzaba Valentín aumentaba su velocidad y ya comenzaba a desplegar sus alas hechas con las sábanas de su cama. Las sillas lo ayudarían a subir a la mesa y luego desde esta saltaría hacia las escaleras que estaban detrás, el plan era perfecto, sería su primer vuelo exitoso.

Pero el plan perfecto tenía una falla, el alboroto armado por sus compañeros de travesura había alertado a las cuidadoras del orfanato que justo antes de que Valentín alcanzara su objetivo llegaron a detenerlo.

Los niños corrieron a esconderse en sus habitaciones mientras la directora de turno se encargaba de desarmar el disfraz de pájaro de Valentín. Acto seguido fue conducido a su habitación y recibió la esperada reprimenda.

Esa tarde estuvo castigado y no pudo salir al patio de juegos.
Al día siguiente volvió a su rutina, ocupando la hamaca que ya casi monopolizaba en las tardes. Columpiándose más y más alto para luego soltarse y caer en la montaña de arena que había preparado para amortiguar sus aterrizajes.
Debía entrenar más y más y así estaría preparado para el día en que empezaría a volar, además su aterrizaje todavía necesitaba práctica.

Sus amigos le daban ánimos, algunos solo para burlarse luego, otros esperando que los anhelos de Valentín se hicieran realidad y ellos pudieran presenciar el día en que los poderes del vuelo le fueran otorgados, tal como él prometía.

La sensación del viento en el rostro era su mayor placer, los pocos instantes que permanecía en el aire luego de separarse de la hamaca lo transportaban a un mundo de sueños donde podía sentir como crecían alas en su espalda. Pero la gravedad era difícil de engañar, parecía como si lo estuviese observando constantemente y en cuanto Valentín emprendía vuelo, ella lo regresaba a tierra.

La aventura de Valentín se había transformado en el comentario obligado de todos los almuerzos, incluso varios de los niños comenzaron a pensar en seguir sus pasos. Pero Valentín cual auténtico profesor de vuelo les explicaba lo costoso que es volar, el esfuerzo que lleva la práctica constante y como no debían rendirse a pesar de los fracasos.
Cuando caía la tarde reunía a sus íntimos amigos junto a las hamacas y les contaba de sus sueños, de cómo escaparía del orfanato algún día para recorrer el mundo.

A pesar de los incontables porrazos que se había pegado, a pesar de las rodillas lastimadas y las risas de los incrédulos, Valentín seguía intentando volar cada tarde, nadie le podía sacar de la cabeza esa idea.

Ese día de primavera parecía un día como cualquier otro, a la tarde los niños en el patio jugando y Valentín en su mundo, en su hamaca intentando por enésima vez volar. Junto a él todos sus seguidores, todos menos uno.

Cristian, el más pequeño de los seguidores de Valentín había desaparecido hacía unos minutos y todavía nadie extrañaba su presencia, hasta que alguien lo divisó.

Sobre el tejado del orfanato Cristian caminaba con cuidado acercándose al borde del techo envuelto en una sabana, emulando a su ídolo Valentín.

Valentín no podía creerlo, como podía Cristian pensar en volar si ni siquiera había practicado lo suficiente en la hamaca, y además era más torpe que él mismo en los aterrizajes, era una auténtica imprudencia.

- No saltes – gritaban las celadoras del orfanato mientras corrían.

Cristian no podía escuchar ni quería hacerlo, estaba seguro de si mismo y de poder escapar volando sin ningún rasguño. Valentín se sentía responsable de su amigo y también le gritó.

- ¡No saltes! – alcanzó a gritar, pero ya era tarde.

Cristian dio el último paso y saltó, desplegó la sábana intentando aletear y por un instante se sintió volar. Pero la gravedad lo pescó en el aire intentando engañarla, nadie se le iba a escapar.

Los gritos de horror de las celadoras se detuvieron en seco cuando pasó Valentín, volando desde la hamaca a más de quince metros de distancia atrapó en plena caída el cuerpo de Cristian y luego uso su propio cuerpo para amortiguar la caída de su amigo.
Los aterrizajes nunca fueron los suyo.

En el piso Cristian lloraba al ver a Valentín inmóvil junto a él, casi no prestaba atención a los raspones en sus rodillas que junto con un gran susto eran lo único que había conseguido de este intento de volar.

Al día siguiente la hamaca donde Valentín practicaba todas las tardes fue descolgada y la montaña de arena desapareció también.

Desde el hospital Valentín se recuperaba de sus huesos rotos mientras era retado por turnos por todas las celadoras del orfanato. Sin embargo la sonrisa no se borraba de su cara.

No se si volvió a intentarlo, solo se que en el orfanato nadie pudo olvidar el día que Valentín voló.

lunes, 23 de junio de 2008

Voces

El despertador sonó tres veces, ya no podía escapar a su destino, debía juntar fuerzas y levantarse.
Clara, su esposa ya se había levantado hacía tiempo, su lado de la cama estaba frío.
Recorre la casa hasta la cocina donde busca su desayuno, Clara siempre le dejaba el café hecho y unas rebanadas de pan junto a la tostadora para que él desayunase rápido antes de ir a trabajar.
Sin embargo hoy la cocina estaba vacía, la mesa estaba más limpia que de costumbre, y en la mesada no habían rastros de desayuno, esto preocupó a Esteban al principio pero luego asumió que su esposa estaría tal vez en el supermercado surtiendo algún faltante.

La casa estaba callada y Esteban se sentía un poco incomodo por lo que en cuanto terminó su desayuno decidió cambiarse y partir temprano para su trabajo.
Una vez que logró acordonar sus zapatos y elegir la corbata salió de su cuarto rumbo a la puerta de calle, fue en ese momento que la escuchó.
Un llanto que le resultaba familiar, parecía ser su esposa la que lloraba, pero no encontraba el origen del sonido. Intranquilo y algo asustado en ese momento corre al piso superior, al cuarto del que acababa de salir, pensando que tal vez Clara estaría allí, aunque era imposible.

El rostro de Esteban reflejaba una mezcla de desconcierto y miedo, comenzó a correr por la casa para buscar a su mujer, pero no la encontraba en ningún rincón. Se dio por vencido y asumió que solo lo había imaginado.

De vuelta se dirigió hacia la puerta de calle, intentó abrirla sin éxito, al parecer estaba cerrada del lado de afuera, tomo su llave e intentó abrirla, pero la llave no giraba.
¿Como podía ser esto posible?, ¿quién había cambiado la cerradura, y cuando?

En ese momento volvió a escucharla, la voz de su mujer se oyó por toda la casa.

- No te vayas – susurró la voz triste de Clara.

Este pedido asustó más aún a Esteban, intentó responderle a esa voz.

- ¿Donde estas? – le preguntó, pero no obtuvo respuesta.

A esta altura Esteban temblaba de miedo sentado junto a la puerta de calle, esperaba que algún hecho o quizás esa extraña voz le aclarara lo que estaba sucediendo, pero nada sucedía.
Pasaron unos cinco minutos y Esteban comenzó a sentirse mal, el cuerpo no le respondía cuando intentaba moverse y además la casa se iba poniendo más y más oscura.

De repente la oscuridad total, acto seguido Esteban pierde el conocimiento. Al volver a despertar volvió a reconocer su casa, desde el rincón junto a la puerta de calle intentaba recuperarse, su único recuerdo de su desmayo era un fuerte pitido que le retumbaba en la cabeza.

Desesperado Esteban corre por toda la casa, prueba cada una de las ventanas, la puerta de atrás y hasta intenta escapar por la banderola del baño, pero todo fue inútil, quien lo había encerrado en su casa se había asegurado de que no tuviese escapatoria.

Rendido nuevamente y más desorientado que al principio se sienta en la cocina a intentar recordar algo que le diera pistas de cómo salir de esto, o por lo menos como es que llegó a esta situación.
Mientras permanecía sentado junto a la silla donde siempre se sienta Clara, siente sobre su mano un leve roce, como si de una caricia de su esposa se tratara, pero su esposa no estaba allí.
Esto hizo saltar a Esteban de su asiento y arrojarse contra un rincón de la cocina, esperando ver algún rastro de un fantasma, pero nuevamente, nada sucedió.

Al cabo de un par de horas su desesperación había cesado y a pesar de su desconcierto esperaba tranquilo la próxima señal de su esposa, estaba seguro que algo intentaba decirle, desde donde… no lo sabía.

De pronto, nuevamente la oscuridad, pero esta vez llegó mas rápidamente y tal como la última vez quedó inconsciente, cuando volvió a la realidad tenía una imagen en la retina, era el rostro de su esposa, un rostro triste que lo observaba desde un lugar muy luminoso, como esperándolo.

Ya no ofrecía resistencia, su esposa lo era todo para él y a pesar de su inseguridad en su mente la idea de reunirse con Clara era preferible a la de permanecer en este encierro que una vez fue su casa.

Permaneció inmóvil esperando un nuevo embate de la oscuridad, esperando que esta vez se lo llevase consigo.
Y la oscuridad llegó nuevamente, invadió lentamente la cocina donde Esteban permanecía sentado aún, pero esta vez venía acompañada de voces extrañas y nuevamente el fuerte pitido que lo había ensordecido la primera vez.

Incapaz de controlar su cuerpo se dejo llevar, algo le decía que del otro lado su mujer estaría esperándolo.
Una luz blanca muy intensa se abrió paso por la oscuridad que se tragaba a Esteban, la luz lo enceguecía, era como si hubiese estado ciego durante meses y esta fuese su primera luz.

Cuando la luz retrocedió un poco comenzó a distinguir formas, su cuerpo comenzó a recuperar las sensaciones perdidas. Sobre su mano sentía la presión de otra mano, su recién recuperada vista le mostró la mano de su esposa que lloraba junto a su cama.

La sala de terapia intensiva estaba poblada de aparatos, el constante pitido del monitor cardiaco le trajo a la memoria un sin fin de imágenes. Imágenes del accidente que había olvidado y que ahora se hacían vívidas al observar las cicatrices en el rostro de Clara.

Su esposa continuaba llorando junto a él, habían sido dos meses de dolor y esperanza.

- Sabía que me escuchabas – terminó diciendo su esposa antes de besarlo.

miércoles, 18 de junio de 2008

Tercera puerta a la derecha

El taxi se detiene bruscamente, Carlos baja rápidamente del mismo, entrega el dinero por la ventanilla y marcha sin siquiera esperar su cambio.
La noche caía ya sobre la ciudad y él necesitaba refugiarse en su cuarto. Sube velozmente los dieciocho escalones que lo conducen a la entrada del hotel Ambassador.

El ascensor tardaba demasiado, la escalera le pareció mejor, subió los tres pisos como si de eso dependiese su vida, llegó a su habitación, tercera puerta a la derecha.

Al entrar respiro hondo, apoyo su espalda en la pared opuesta a la puerta y se dejo caer al piso, su corazón quería escapársele del pecho.

Decide tranquilizarse y tomar algo para aflojar la tensión. Va hacia el comedor y se sirve un whisky. Luego, apoyado contra la pared que da a la ventana observa la noche, entre penumbras observa y recuerda.

… … … …

El taxi se detiene bruscamente, Carlos corre sin mirar atrás, debe llegar a su habitación y meditar los hechos.

Primero las escaleras, luego el pasillo, tercera puerta a la derecha, empuja la puerta y entra.

Ya en su habitación se refugia en las sombras, debía analizar cada imagen.
Cada pensamiento que invadía su cabeza daba vueltas a la misma velocidad que latía su corazón.

Mientras caminaba a oscuras frente a la ventana y observaba la calle por entre las venecianas entreabiertas, recordaba las palabras que había escuchado salir de la boca de su mujer, de su amada esposa.

No había terminado de recuperarse de la noticia de la traición de su amada cuando descubre lo que ella planeaba junto a su amante. Planeaban matarlo.

… … … …

El taxi se detiene bruscamente, Carlos llega hasta la puerta del hotel casi sin darse cuenta, en la calle una patrulla que andaba de rutina le había asustado y quería llegar a la seguridad de su casa.

Por el pasillo la tercera puerta del lado derecho, la puerta estaba entreabierta, al parecer había salido tan rápido que olvido cerrarla, que imprudencia.
Una vez en la habitación intenta tranquilizarse, no enciende ninguna luz para no atraer la atención, se toma un whisky al lado de la ventana y recuerda los hechos.

La traidora y su cómplice no se detendrían hasta alcanzar su objetivo, por eso él debía ser más inteligente, debía adelantárseles.

El plan de los amantes era simple, ella invitaría a su esposo a cenar el martes, mientras el amante se escondería en el departamento para sorprender al esposo y matarlo a sangre fría cuando volviese.

Pero el amante era impaciente, hoy lunes había decidido adelantar su misión, había forzado la puerta pero olvidó volverla a trancar, por suerte el marido estaba tan nervioso que no se dio cuenta.
Entre las sombras observaba a Carlos que frente a la ventana caminaba intranquilo.
Este era el momento, sin pensarlo más saco su cuchillo y lo atacó por la espalda.
Dos puñaladas fueron suficientes, el vaso de whisky cayó al suelo y segundos después lo siguió Carlos.
El trabajo estaba hecho, ahora debía limpiar toda prueba de su presencia en el lugar.

… … … …

El taxi se detiene bruscamente. Desde la ventana el amante ve como Carlos entra corriendo al hotel.

Con el apuro que llevaba seguramente en unos segundos estaría en su habitación, y así fue, los pasos ya se escuchaban en el corredor. La tercera puerta de la derecha estaba entreabierta, el amante se maldecía en silencio por su descuido, pero Carlos ni lo notó.

Decidió esconderse tras unas cortinas del living, pero ahora no le parecía un buen escondite, si enciende las luces seguramente lo verá. Pero Carlos prefiere estar a oscuras escondiéndose de sus propios pecados, menos mal.

El amante decide que el momento ha llegado y ataca a Carlos por la espalda, es una lucha limpia, casi no ofrece resistencia, Carlos cae muerto en pocos segundos.

El amante se siente sucio, debe limpiar sus huellas y su conciencia, las manos ensangrentadas son lo primero, al entrar al baño a lavarse cae de rodillas, sus ojos no lo pueden creer.

… … … …

El taxi se detiene bruscamente. Carlos corre escapando de la vista pública y en pocos segundos se sumerge en su habitación.

Ella lo había engañado y además había planeado junto con su amante la muerte de Carlos. Cualquiera en su lugar hubiese hecho lo mismo que él.

Sin embargo las ideas no eran claras, a pesar de todo se sentía culpable, como pudo hacerlo, como pudo matar a su propia esposa. Tres puñaladas en la ducha mientras ella se bañaba, seguramente para ir a ver a su amante.

Y allí la dejo, en la ducha ensangrentada, allí quedó tirada cuando Carlos escapó hace unas horas de su apartamento en el hotel Ambassador, allí donde la encontró su amante luego de matarlo a él.

… … … …

La policía fue avisada, un hombre en el hotel Ambassador, tercer piso, tercera puerta a la derecha.
El asesino fue encontrado arrodillado en el baño con un cuchillo en la mano, las manos ensangrentadas y dos cuerpos en el apartamento.

Las explicaciones que dio no fueron convincentes, marcho a la cárcel por los dos crímenes, nadie volvió a saber de él.