jueves, 28 de junio de 2007

Alicia en el país del Nunca Más

Alicia era una mujer ya entrada en años, “la doña” como le decían los pibes del barrio era querida por los que la conocían y respetada por los que no.
Vivía sola en la casa que una vez fue de su padre, la vieja casa de la esquina que aunque un poco descascarada todavía luce su celeste original, las puertas de madera de roble, altas y gruesas resguardaban el largo pasillo que lleva del patio trasero directo a la vereda.

Su infancia estuvo llena de aventuras. Junto con Luis, su hermano menor, corrían y jugaban hasta cansarse para luego sentarse a la sombra de la gran puerta a pintar sueños en el aire.
Varias veces había tenido que salir en socorro de su hermanito, el que por ser el más chico del barrio muchas veces era cartón ligador de la paliza del día. Nadie esperaría que una chiquilina tan educada pudiese tener el coraje de sacar a las pedradas a los mocosos del barrio, pero era su hermanito, y lo valía.

Pero ya no era más una chiquilina, el tiempo corrió tan rápido que al final la alcanzó, o tal vez ella se había dejado alcanzar. Los rubios bucles de la niñez se habían teñido de cenizas, y su brillante sonrisa se le había arrugado.
Ahora su día lo pasaba mayormente en casa, solo se la veía afuera cuando iba de compras al almacén cada mañana, con el paso tranquilo que solo detenía para conversar con alguna vecina de esas que siempre buscan algo de que chusmear.

A la tarde se sentaba a tomar unos mates en el patio del fondo, tranquila esperando que se le pase la hora. Dos por tres, en esas meditaciones de atardeceres se le cruzaban los recuerdos y le robaban una lágrima.

Entre sueños viajaba a su juventud, ese tiempo en el que ella junto con su hermano querían cambiar el mundo, eran tiempos difíciles para pensar ideas propias, pero ellos se atrevieron.
Recordaba como los sueños que cuando niños pintaban en el aire luego los pintaban en paredes, mil graffitis pidiendo paz, ecos de voces que querían ser escuchadas.

Y también recordaba de la noche que la puerta de calle se abrió de una patada, recordaba el ruido de las botas corriendo por el corredor, los gritos y forcejeos de los cuatro hombres que a punta de pistola esa noche se llevaron a Luisito, a su hermanito.
Y lloraba porque esa noche no pudo hacer nada, porque desde el piso temblando no tuvo el coraje de juntar nuevamente las piedras y sacar a cascotazos a estos nuevos mocosos.

Y esa fue la última vez que vio a su hermano y a pesar de que busco, busco y rebusco, nunca nadie le supo decir en donde estaba.
Al parecer su hermano era culpable de pensar en voz alta, algo que en esa época estaba prohibido, un crimen así en ese momento era merecedor del máximo castigo, la desaparición.

A veces también recordaba con bronca cuando le dijeron que nada había pasado, que si hacía fuerza, mucha fuerza se daría cuenta que tal vez su hermano se había ido por si solo y que ella todo lo había soñado.
Se canso de ver a quienes le habían quitado una parte de su vida, caminar por la calle como si nada.
Se canso de pedir justicia, se canso de pedir explicaciones, se cansó.

Y la pobre vieja, cansada, resignada y defraudada hoy quiere hacer una locura, hoy quiere recordar a su hermanito tal como él quisiera ser recordado.
A la noche se escabulle entre las sombras, con un tacho de pintura y una brocha, marcha hasta la plaza del barrio donde un gran muro blanco le hace frente con valentía.
Luego de un rato, con el pecado consumado vuelve a su casa, con la cara manchada de pintura pero con el alma limpia y contenta.

A la mañana los vecinos se juntaban a discutir del acto de vandalismo, especulando que grupo de mocosos se habría atrevido a manchar su blanco muro.
Entre el montón de gente que observaba se cuela Alicia, y con disimulo esboza una sonrisa mientras lee lo que el muro grita a los cuatro vientos.

“Ojala mis ojos nunca queden ciegos, ojala mi boca nunca quede muda, ojala nunca pierda la memoria y la razón.
Nunca más en mi país… nunca más.”

viernes, 1 de junio de 2007

El regalo perfecto

- ¿Cuanto falta para navidad? – preguntaba Iván a su madre.
- Faltan tres semanas – le respondía la madre a su ansioso hijo – es que no te puedes aguantar, ya es la tercera vez en la semana que me lo preguntas.

Iván tenía apenas ocho años y medio, todavía creía en papá noel y todas las fantasías que a esa edad ilusionan tanto.

- ¿Y ya puedo hacer mi cartita para papá noel? – volvía a preguntar con ansiedad.
- Bueno, podés escribirla, pero igual papá noel todavía no la va a leer, recién las lee la víspera de navidad – la madre le seguía el juego.

Madre soltera, con un trabajo agotador que apenas le daba para mantener la casa, en navidad siempre hacía caso omiso de los pedidos del niño, no había dinero para camiones a control remoto y maquinitas de marcianos. Siempre eran pantalones de pana, buzos o una camisa azul con la que no le gustaba que lo vieran.
Solo el último año había logrado comprarle una bicicleta, que ni siquiera era nueva, la compro usada y le pidió a un vecino que la pintara y arreglara para que pareciera nueva.

- Ya está, la voy a poner en el árbol – entra gritando y corriendo a la habitación con el sobre en la mano.
- ¿Y que le vas a pedir este año? – pregunta la madre con curiosidad.
- Eso no se puede decir – responde con seriedad el niño – solo papá noel puede saberlo.

Esto a la madre le dio mucha gracia, después de todo ella iba a terminar leyendo esta carta.
Y así fue, a la noche cuando el niño ya estaba dormido la madre llega hasta el árbol y saca el sobre, al abrirlo se encuentra con la carta del niño y para su asombro del sobre caen unos billetes y un par de monedas.
La madre se dispuso a leer la carta para ver si entendía esta rara situación, y lo que leyó fue aún más raro.

“Querido papá noel, se que a veces no podes comprarme lo que te pido porque son muchos regalos que tenés que comprar y a veces no te da la plata, por eso esta vez te doy treinta y dos pesos que son todo lo que tengo, se que no alcanzan pero te van a ayudar.
Lo que quiero este año es un muñeco de trapo que vi el otro día en la tienda de la señora Carmen, es uno con pantalones de pana verde y tiradores, el que está sonriendo.Prometo portarme bien siempre y hacerle caso a mamá, pero por favor comprámelo.

Iván”

La madre no sabía si reír o llorar, por un lado le resultaba muy graciosa la acción de prestarle plata a papá noel para el regalo, pero por otro lado le daba pena el no poder comprarle el muñeco pues sabía que las cosas en la casa no andaban bien.
Los gastos habían aumentado desde que el niño había caído enfermo hace ya seis meses, idas y vueltas con los médicos, medicamentos de todos los colores y visitas a cuanta bruja milagrosa pudo encontrar. Y todo era en vano, “su enfermedad es incurable” le decían los médicos, pero ella no se daba por vencida.

- Todavía no vino a leer mi carta – preguntaba con tristeza el niño al ver que la carta seguía ahí una semana después de haberla escrito.
- Ya te dije que él las lee en la víspera de navidad, todavía faltan dos semanas.

A pesar de las pacientes explicaciones de la madre el niño repetía su interrogatorio casi a diario.
Era tal la ilusión del niño que la madre se conmovió y decidió hacer un esfuerzo y comprarle el muñeco, además la situación podía empeorar y quien sabe cuando iba a tener otra oportunidad de hacerle un gusto al pequeño.
Durante la siguiente semana y media la madre guardo cada cambio, controlo sus gastos, hasta comió menos para no gastar tanto. Y al fin llego a la tienda con el dinero, a comprar el muñeco que ya le había pedido a Carmen que se lo reservara, lo guardó en una caja que luego envolvió en papel de regalo, y coronó con un gran moño celeste y blanco.

La víspera de navidad llego y Iván fue a ver si su carta seguía estando en el árbol, pero la madre la había quitado para seguir el juego.

- Ya la leyó, se la llevó mamá, se la llevó y la leyó – exclamaba el niño mientras sonreía.

La madre se sentía orgullosa de su esfuerzo, sabía que valía la pena.
El niño estuvo todo el día esperando que llegara la medianoche, “papá noel viene a las doce en punto” había escuchado una vez, y quería ver su regalo en cuanto llegara.
La madre se había escabullido a dejar el regalo debajo del árbol mientras cenaban y el niño miraba televisión.

Y al fin llego la hora, cuando el reloj dio las doce en punto empezaron los fuegos artificiales, la madre abrazo a su hijo, le dio un beso y le dijo “feliz navidad”. El niño respondió pero sus ojos apuntaban a la habitación donde estaba el árbol, la madre entusiasmada le permite ir a abrir su regalo.

La caja era grande, el niño sonreía pues sabía que era el tamaño justo para que entre un muñeco. Se arrodilla frente a la caja y rompe el papel de regalo, duda un segundo y por fin abre la caja.
Los ojos del niño parece que van a salirse de sus orbitas, y la sonrisa ya no le entraba en la cara, era tal su alegría que tardo unos segundos en meter sus manos en la caja y levantar el muñeco.
La madre observaba con emoción, todo había valido la pena.

- ¿Te trajo lo que querías? – le pregunta la madre con fingida curiosidad.
- Si – responde el niño que no podía hablar mucho de la emoción.
- Te habrás portado bien entonces – vuelve a acotar la madre con una sonrisa falsa.

El niño se queda unos segundos mirando el muñeco, luego se para y va hacia la madre, extiende su mano y le entrega el muñeco a la madre.

- ¡¡¡ Feliz navidad !!! – le dice a la madre mientras la miraba con ojos emocionados.
- Pero papá noel te lo trajo para vos – responde la madre incrédula de lo que estaba escuchando.
- Yo se lo pedí para vos mamá, para que puedas abrazarlo cuando yo no esté.