domingo, 15 de abril de 2007

El Viejo Blues

Las calles de ciudad vieja fueron su vida, cada baldosa de esas veredas cuenta un pedacito de su historia.
Algunos dicen que su verdadero nombre era Alberto, otros dicen que era Carlitos, “como Gardel” acotaban luego estos, pero en realidad a casi nadie le importa porque todos lo conocíamos como el “Viejo Blues”.

Hasta hace unos años era normal verlo de bar en bar, con su guitarra a cuestas pidiendo que lo dejaran tocar, gastándose los pocos pesos que ganaba en unos cuantos whiskies y fumándose el resto.
La fama de gran cantante le fue llegando sin que él la pidiera. Se contaba que cada nota de su guitarra y cada grito de su blues era como un puñal que te cortaba justo donde dolía. Si ibas a verlo tocar te convenía llevar pañuelo.

En el día cuando no estaba durmiendo en la pensión de la calle Rincón donde vivió durante años, estaba repartiendo diarios o haciendo alguna changa.
Hablaba poco y solo cuando creía que era necesario, “¿para que gastar palabras en cosas que no se las merecen?” así pensaba y así vivía, sin pedir permiso a nadie y sin deberle nada a nadie.

Pero la vida no le había sido fácil, tuvo que sudar cada plato de comida y cada noche bajo un techo. El amor nunca le había sido fiel, aunque le había dedicado mil canciones siempre le daba la espalda y al final solo el fondo de un vaso de whisky le servía para callar las penas.

La vida se lo fue tragando, paso a vivir en la calle arrastrando el estuche de la guitarra, tocando en las esquinas y pidiendo limosna, durmiendo entre los escombros de lo que una vez fue un teatro y llorando en las noches, cuando el alcohol no le daba la dosis de olvido que tanto necesitaba.

Vagaba por las calles marcando el paso con dificultad, medio abatido por los años y el otro medio por el alcohol. Vestía siempre el mismo saco azul a cuadros, que lucía más agujeros que cuadros y su sombrero de ala corta al estilo de “el mago”.
Caminaba tambaleándose y dos por tres se paraba a descansar. Las columnas de la luz le servían de apoyo para tomar impulso y así seguir andando hasta donde sus piernas lo querían llevar.

Hace ya casi un año, en una noche de invierno de las más frías, de esas que el tiempo nunca olvida, el viejo intentaba engañar al frío, el alcohol se le había acabado y el fuego se empezaba a apagar por falta de leña. La decisión que esa noche tomaría sería la más difícil de su vida. Quiéralo o no, él sabía que la única madera capaz de mantener vivo el fuego y mantenerlo a él también era la de su guitarra.
Esperó casi hasta que se estuviese por apagar el fuego para decidirse, no se animaba a traicionarla, y tampoco podía matarla por la espalda. Cuando al fin se decidió comenzó a quitarle las cuerdas delicadamente, separo el mástil del cuerpo y al fin la arrojó al fuego.
Cada chasquido de la madera al ser mordida por el fuego hacía brotar una lágrima de los ojos del viejo y por más que ese calor le estuviese salvando la vida también se la estaba quitando. El fuego masticaba recuerdos y él ya no tenía su tónico para el olvido.

Al día siguiente no se levanto de su lecho, se quedó inmóvil observando lo que quedó de su guitarra ya quemada, las clavijas ennegrecidas lo miraban con desprecio desde la montaña de cenizas. Estaba arrepentido de su crimen pero ya no había vuelta atrás, había traicionado a su única amiga y su traición no tenía perdón.

Días después alguien lo encontró, estaba tirado en el mismo lugar que había quedado, entre las manos apretaba las cuerdas de su guitarra y un trozo de madera quemada.
Dicen que el frío fue lo que lo mató, pero los que lo conocemos sabemos la verdad, cuando murió su guitarra murió su alma, y un cuerpo sin alma no vive mucho.

Hoy es recuerdo lo que antes fue vida, y vive entre bares, esquinas y cuentos. Algunos juran que lo han vuelto a ver, caminando despacio por las mismas veredas, silbando bajito algún viejo blues.

martes, 3 de abril de 2007

Un paseo por el parque

La senda que llevaba al parque hoy estaba más solitaria que de costumbre, era otoño y hacía algo de frío, sin embargo no podían negarse al paseo.
Hacía años que acostumbraban venir al parque a la tarde, a ver pasar el tiempo y soñar con el tiempo ya pasado.
Cada día el camino se les hacía mas largo, la cuesta arriba de los años los iba enlenteciendo, y ahora el caminito lo recorrían con dificultad, apoyándose el uno en el otro y esperándose mutuamente.
Al fin llegaron hasta la banca donde pasaban las horas, él la ayuda a sentarse y luego hace lo mismo, se quedan mirando el paisaje un momento y luego se miran unos segundos. Las palabras no eran ya tan necesarias, es que ya se han dicho tanto que ahora una mirada lo dice todo.

Así pasaban el tiempo, mirando y recordando, hablando de la última conversación que tuvieron con Luís, el hijo que hacía ya quince años estaba en España y al que tanto extrañaban.

- Que grande que está Laurita – comentaba la orgullosa abuela – pensar que ya cumplió los veinte.
- Y que linda que es – acotó después.
El abuelo sonreía, todavía recordaba como si fuese ayer el día que tuvo en brazos a su primer nieta.

- Salió al abuelo – decía él en tono burlón luego de un momento, ella respondía con una sonrisa de aprobación.

Un vientito fresco soplaba por entre las ramas ya casi desnudas, obligando a las hojas de los árboles ya marchitas a amontonarse y bailar sus últimas danzas antes de que alguien las barriera.

- ¿Hablaste con Carlos? – pregunta ella
- Si, está mejor – contesta él – pero todavía la extraña.

Ambos quedaron callados un largo rato, solo el silbido del viento cortaba el silencio.

- Tengo miedo – dice ella al fin.
El toma su mano, la aprieta firmemente y le dice – Siempre estaré contigo.