lunes, 2 de octubre de 2023

Una vez más

Como un escéptico obstinado, que ha pasado toda la vida dudando de cualquier magia, religión, creencia y esoterismo, me era imposible aceptar lo que estaba viviendo. 

Ese era yo, esos eran mis compañeros de escuela, esa era mi maestra, y yo era el que hablaba, me sentía hablar, las palabras salían de mi boca y la gente me miraba… no había duda, estaba ahí, en la misma escuela, con los mismos compañeros y con la misma maestra, igual que ese día de hace ya 40 años. 
No había duda, (por más que las buscara, no había duda) eso era real. 

De pronto volví a la realidad, al ahora, volví a tener 48 años, ese viaje al pasado había terminado, y entendí que eso había sido solo la muestra gratis, apenas unos minutos, una pequeña probada de aquello prometido, la prueba que necesité para poder creer en la oferta que me habían hecho. 


Ese día había empezado como un día normal, la misma rutina, el mismo camino, el mismo horario repetido.
Ya había dado varias vueltas por el barrio de Tres Cruces buscando un lugar para estacionar, y luego de haberlo conseguido, emprendí mi caminata hacia la oficina. 
Al llegar al edificio saludé al portero y me dirigí al ascensor, un día más, nada particular. 

Al subir al ascensor vi que había una señora mayor, a la cual no reconocí, pero igualmente saludé. 

- Buenos días – le dije. 
- Buenos días – respondió. 
- ¿Sube? – pregunté (ya que ella estaba en el ascensor en la planta baja pero no descendía del mismo). 
- Sí – respondió nuevamente, asintiendo con la cabeza mientras sonreía. 

Las puertas del ascensor se cerraron y marqué el piso 10. 
En ese momento, en el que el ascensor comenzaba a moverse no me percaté que no había otro número marcado, ni se me ocurrió preguntarle a la señora a que piso iba, ya que ella estaba ahí antes que yo. 

A mitad del trayecto me tomó de sorpresa su pregunta: 

- Es difícil estacionar en esta zona, ya estás llegando tarde, ¿no es así, Wilson? 

En unas pocas centésimas de segundo mi cabeza se llenó de preguntas. 
¿Cómo sabe mi nombre?, ¿La conozco de alguna parte?, ¿Cómo sabe mis horarios?, ¿Me habrá visto dando vueltas para estacionar?, ¿Quién es? 

La sorpresa se transformó en algo de miedo cuando volvió a hablar: 

- No te preocupes, Wilson, no me conoces, pero estoy aquí para hacerte un regalo. 

Podría haber intentado pronunciar alguna de las preguntas que segundos atrás resonaban en mi cabeza, pero solo se me ocurrió decir: 

- ¿Qué tipo de regalo? 

Mientras esperaba la respuesta, ahora si fijé mi atención en la señora. 
Era una mujer con la piel lo suficientemente arrugada como para arriesgarme a estimar su edad en más de 90 años, seguramente cercana al siglo de vida. 
Sus ropas y accesorios eran – ahora que les prestaba atención – dignas de una gitana, una de esas personas que leen las líneas de la mano, la borra del café, o algún otro tipo de práctica esotérica que me era tan difícil de aceptar. 

Toda esta reflexión interna sobre quien era mi compañera de viaje de subida hasta el piso 10 me distrajo del hecho de que el ascensor ya no se movía, el número 10 ya no estaba resaltado y el indicador del piso en que estábamos permanecía apagado. 
Lo que realmente importó fue su respuesta a mi pregunta sobre el tipo de regalo: 

- Te voy a dar la oportunidad de volver a vivir un día de tu pasado, cualquiera que elijas. 

Mi “yo” escéptico volvió a la realidad y con su mochila llena de ciencia, filosofía y pragmatismo la única idea que podía explicar esto era que seguramente me quería sacar dinero, o engañar de alguna forma. 

- No, no te quiero sacar dinero ni engañar – dijo a continuación la señora.

Mi sorpresa fue mayúscula al ver que repetía las palabras que acababa yo de elaborar en mis pensamientos. Pero eso no era suficiente, no había forma de que lo que me ofrecía fuese real y posible.

- Por ejemplo, así... – dijo mientras tocaba mi frente con su mano. 

Y ese fue el momento en que volví a sentir el aula, los murmullos de los niños, esos niños que habían sido mis compañeros. Sentí la mirada de la maestra Cristina, que atenta a mi respuesta asentía con la cabeza y sonreía como hacía siempre que alguien respondía bien. 
No tenía control de lo que estaba pasando, era un espectador, pero estaba dentro del mismo cuerpo de 8 años, movía mis brazos y mi boca como los moví aquel día de hace ya 40 años, dije las mismas palabras y sentí el mismo orgullo de haber respondido bien. 
Todo era real, pero lo estaba viviendo con la conciencia de este Wilson de 48 años. 
Y en ese momento volví al presente, fueron apenas unos minutos de prueba para que le creyera. 
Y no tenía forma de no creerle, el viaje se había sentido real y el corazón estaba latiendo a mil. 

La carga del escepticismo (como la describía Carl Sagan) había desaparecido, o por lo menos no era útil en ese momento, simplemente creía. 

- Puedes elegir cualquier día de tu pasado, – repitió la señora – y lo vivirás como has vivido ese recuerdo de la escuela. 
  No podrás cambiar nada, solo estar presente y volver a hacer y sentir lo mismo que aquel día. 

Sin hacerme más preguntas (ni siquiera la más obvia: ¿por qué me estaba pasando esto a mí?) comencé a pensar en cual sería mi viaje de un día. 

Podría haber elegido cualquier momento de felicidad, como volver a conocer alguna de las mujeres que amé, o revivir algún error, para entender en que fallé. 
Podría haber vuelto a jugar con mis vecinos a la escondida hasta que mi madre me llamara para que entrara porque se estaba haciendo de noche, o haber ido a festejar nuevamente el cumpleaños de uno de esos amigos que uno cree que siempre tendrá cerca y que el paso del tiempo los ha llevado lejos. 

Sin embargo, instintivamente, sabía que el día que iba a elegir sería un día con mi padre, ese que hacía algunos meses había partido. 

En ese tiempo que tenía para elegir (que ya parecía eterno a pesar de que no avanzaba) me puse a pensar en cual sería ese día, de entre todos aquellos que tuve oportunidad de compartir con él. 

Podría haber sido el día en que me llevó a su trabajo, a aquel taller de herrería de la UTE donde pasaba los días entre fierros y mates, para revivir el orgullo de ese niño de tener un padre que era bien recibido, respetado y saludado con cariño. 
O podría haber vuelto a alguna noche de esas que, durante un apagón, a la luz de una vela, jugábamos con mis padres y mis hermanos a “La Conga” o a “La Escoba del 15” hasta que nos mandaban a dormir. 
Tal vez sería divertido escuchar otra vez alguna anécdota de esas de cuando él era joven, cuando boxeaba en un gimnasio llamado “Wilson”, razón por la que me puso este nombre. Nombre que cuando chico no me gustaba mucho pero que empecé a querer luego de conocer su origen. 
Pensé también en algo más trascendente, en volver a escuchar como nos rezongaba para que hiciéramos caso a mi madre, esa mujer que amó y protegió, y a la que nos repetía cada vez que podía que no se le debía faltar el respeto nunca… ¡nunca! 

Al final empecé a pensar en algún día en donde me hubiese gustado escuchar o decir algo más, algún pendiente. Pero las reglas de la visita eran claras, no se puede modificar nada, solo revivir el día tal cual fue. 

Entonces estuvo claro. 
Sin mediar palabra miré a la gitana. Ella que también me miraba atenta, sin preguntar, tocó mi frente y me envió al día que había elegido. 

Y ahí estaba yo, en la sala de CTI, frente a la cama de mi padre. 
Era el día en que me dejaron entrar, a pesar de los protocolos de COVID pude verlo. Luego de limpiarme con alcohol en gel y vestirme con todas las protecciones y ropas desechables que allí me daban. 
Él no me vio, estaba inconsciente, en coma, respiraba con dificultad ayudado por una máquina. El constante pitido de la otra máquina que se aseguraba de que su corazón siguiera bombeando pronto se volvió parte del ruido ambiente y ya no lo escuchaba. 

- No podés tocarlo - me habían dicho. 

No fue fácil hablarle, algo que heredé de mi padre fue la tosquedad a la hora de expresar emociones, así que como muchas veces en la vida estábamos de nuevo los dos solos ahí callados, él por no poder hablar, yo por no saber que decir. 

La promesa de la gitana era real, volví a decir lo mismo que dije aquel día, volví a sentir cada emoción como ese momento, volví a llorar igual que aquella vez. 

De todos los días que pude haber elegido, elegí ese, el día que me despedí de mi padre, el día que le tomé la mano a pesar de que no se podía, el día que me corrí la mascarilla y le di un beso en la frente sin importar si me retaban, el día que le dije, por última vez, ¡Te quiero!.