martes, 21 de octubre de 2008

Desatardeceres

Aldo Molina era el nombre del hombre, un chacarero olvidado a las afueras de la vida, de manos ásperas y pelo gris, de edad desconocida.

En las mañanas de frío, antes de que el gallo despierte al día, el hombre ya estaba de pie frente a su rancho, rezongando al perro pa’ que no ladre, armándose un pucho y preparándose para otro día.

La rutina diaria no perdonaba, las vacas necesitaban quien que les de de comer y luego las ordeñe.
Había que recoger las verduras, cargarlas en el carro y marchar al pueblo a encontrar quien le compre.
No había días libres, ni se suspendía por mal tiempo, era el único en el rancho, capataz y peón por turnos, ni tiempo para enfermarse le quedaba.

A la tarde descansaba junto al rancho debajo de una parra, ahí se aprontaba unos mates, se armaba un pucho y pensaba. Pensaba en ella, pensaba en ellos.

El día que se fue su esposa se lo llevó todo, todo lo que él quería en este mundo, se llevó a Rosita, la más pequeña y también a Julián, el primogénito.
Ese día no lloró, no quiso hacerlo. Llorar no es de machos, y menos por ella, que ya iba a volver seguro, siempre volvía.

- Te digo que es la ginebra la que me pone así. – le había dicho ese último día – Si yo ni me acordaba que te había pegado, no es para tanto vieja, vení p’acá te digo.

Ella no volteó a mirarlo, cargada de bolsos y arrastrando a los hijos que no entendían que pasaba, se fue llorando, ella si lo tenía permitido.

Esta vez ella no volvió. El esperó y esperó y desesperó... y luego se resignó.

La ginebra pasó a ser su fiel compañera durante el día, con la voz clara pero amarga le llenaba la cabeza de ideas y desvaríos propios de un alcohólico, pero a la noche se escondía entre las botellas de la cocina cuando llegaba la otra, la que le quitaba el sueño, la que le hablaba al oído, la soledad.

Con el tiempo Aldo se fue dando cuenta que la cama le quedaba grande, y para evitar que le ande sobrando sábanas prefería dormir en el piso del comedor, una manta y unos cueros que usaba como almohada eran más que suficientes. Ya de paso alejaba recuerdos, dos metros más por lo menos, “algo es algo” se decía.

Esa tarde la ginebra era la misma de siempre, pero a él le sabía más amarga que de costumbre, y como de amarguras tenía lleno el corazón ya no lo soportó.
Primero apartó el vaso y miro con bronca la botella, que sentido tenía seguir así. Luego se levantó y entró en la casa caminando torpemente pero con determinación.
Al salir tenía en sus manos el arma que solo usaba para espantar zorros, siempre la tenía cargada así que solo tuvo que gatillar y apuntar.

El estruendo se escucho desde lejos, el perro empezó a ladrar como loco desde el otro lado de la casa donde estaba atado. Luego el silencio.

Tanto había esperado para decidirse que ya había pensado que nunca se iba a animar.

Pasados unos segundos se escucho otro disparo, nunca tuvo buena puntería y menos en ese estado, al tercer tiro le embocó, la botella de ginebra se partió en mil pedazos que volaron por el aire y derramo su amarga sangre en la mesa del patio donde descanzaba hasta hace segundos.

Ahora estaba un poco más feliz, si solo pudiese averiguar cómo hacer para matar a soledad...