- ¡Salí
de acá! – Gritó Sergio, mientras corría atrás del pequeño ladrón.
Amagó a
tirarle una patada, pero se frenó justo a tiempo. Sabía que no lo iba a
alcanzar, y a pesar de la bronca de los constantes robos de los que era objeto,
le daba cosa pegarle, era “el cachorro”, el más chico de la “manada”.
- - ¡Perro
de mierda! – Gritó nuevamente, mientras frenaba ya su carrera y veía a la
distancia como el criminal se alejaba corriendo mucho más rápido que él, con las manzanas recién robadas de su frutería.
En la
esquina, esperando que llegara su hermano menor con el “botín”, estaba Pablo (alias
“el perro”, el hermano mayor de los 3), con un par de piedras en la mano y
dispuesto a usarlas como método de disuasión en caso que Sergio esta vez
lograra alcanzar al ladrón de manzanas.
Al llegar a
la esquina, a salvo junto a su hermano, Mateo (“el cachorro”) mostró el
botín, 4 manzanas que apenas podía aguantar envueltas en su remera, apretada
entre las manos. Había logrado robar 6, pero un par se perdieron en el camino,
y no había chances de volver por ellas.
Cargando la
merienda recién obtenida, “el perro” y “el cachorro” se dirigen hacia la
esquina de la Rambla y Ciudadela, donde paraban a veces en la tarde para pasar
el rato y comer algo rico. Hoy tocaba manzanas.
Allí los esperaba Dylan (alias “el cusco”), el hermano del medio, apenas un año
y medio mayor que Mateo, el más tranquilo de los tres.
La “manada”
completa se quedaba ahí esperando el paso de las horas, luego, cuando ya se
hacía de noche, volvían a la puerta de un garaje abandonado, donde pasaban la
noche, envueltos en la misma frazada agujereada, tirados arriba de unos
cartones.
Algunas noches, cuando ya nadie caminaba por esas veredas del Barrio Sur y las
luces de la calle no habían prendido, a Mateo lo invadía el miedo que todavía
le daba la oscuridad, a pesar de ya haber pasado casi un año desde que terminó
en la calle junto con sus dos hermanos, a sus jóvenes 7 años hay cosas que aún costaba acostumbrarse.
Pablo, como buen hermano mayor, había desarrollado un método para tranquilizar
a Mateo, sin importar la hora de la noche, cuando notaba que los miedos asechaban
a su hermano, “el perro” empezaba a ladrar tan fuerte como podía, acto seguido,
Dylan y Mateo lo emulaban también a los gritos. A Mateo aún no le salía bien el
ladrido, un “woof, woof” agudo que despertaba la risa de los hermanos.
Los vecinos
ya los conocían, sabían que eran ellos los que ladraban. Alguno de estos
vecinos, ya cansado, sacaba la cabeza por la ventana y les gritaba que se callaran.
- - ¡Basta
loco, son las 3 de la mañana! – Luego venía la puteada - ¡La puta que los
parió, vayan a joder a otra parte!
Mateo se
callaba inmediatamente, pero Pablo y Dylan seguían un rato más, un par de
puteadas más y se callaban.
Parecía una
inocente broma para quien los viese desde afuera, pero para ellos era una forma
de saber que no estaban solos en esa oscuridad agobiante, incluso una puteada
era bienvenida, era señal de que alguien sabía que estaban allí.
Esta
costumbre fue la que le dio los apodos al grupo, “el perro”, “el cusco” y “el
cachorro” ya eran conocidos en el barrio. A veces algún vecino que se los
cruzaba les reprochaba los ladridos de la última noche y ellos se reían
mientras le mentían en la cara.
- - Nosotros
no fuimos, debió ser algún perro de ustedes. – Y se iban riendo, dejando al
vecino con más bronca de la que venía.
Eran un
grupo molesto, pero que salvo por algún crimen menor (como el robo de unas
manzanas, o los ladridos nocturnos) no causaban más problemas que andar a las
corridas de allá para acá, pidiendo alguna moneda a los choferes de los autos
estacionados que salían (cuando el cuida-coche de la cuadra no estaba, claro
está).
Dos o tres
veces a la semana iban a la parroquia del barrio, ahí el padre Esteban les daba
algo para comer, agua y alguna charla de Dios. Mateo sentía un calorcito en el
pecho cuando el cura les decía que ese Dios los veía siempre y que los amaba.
Lo inalcanzable e invisible de ese Dios no parecía importarle, algo de amor
siempre era bienvenido.
Igual después Pablo se encargaba de romper la magia, cuando abandonaban la
parroquia y volvían a su rinconcito del barrio con la panza llena se despachaba
con sus burlas, tanto al cura que los intentaba convencer de ir a un hogar del
MIDES como burlas a ese Dios que nunca había visto ni les había hecho ningún
favor. Si realmente existía, “los milagros deben ser para los ricos” – pensaba
– a Pablo y su manada, no les había tocado ninguno.
Los años
pasaron, ya Pablo había llegado a los 17, Dylan estaba por cumplir los 13 y Mateo
con apenas 11 años.
Se habían
vuelto más osados y los hurtos ya incluían alguna billetera o monedero de algún
peatón descuidado. Se quedaban con el dinero y descartaban el resto en plena
carrera.
Un día, un vecino ya cansado de la conducta cada día más violenta de “la
manada”, había llamado a la policía, que logró atrapar a los dos más chicos.
El comisario quería mandarlos a un hogar del INAU, los había logrado hacer
entrar al patrullero y desde lejos, Pablo (que había logrado escapar), divisaba
como se le estaba por desaparecer la poca familia que le quedaba, así que
corrió atrás del patrullero y en una esquina que este se detuvo, alcanzó
la puerta del lado derecho del auto y la abrió mientras gritaba “corran”, algo
que sus dos hermanos hicieron como si no hubiese un mañana.
Al día
siguiente, ya se habían mudado de barrio, a otro paramo abandonado, esta vez, una
plaza con una garita policial en ruinas se convirtió en su nueva guarida.
En el nuevo
barrio, sin la mirada de aquellos vecinos que los conocían desde hace años, se
fueron animando a más.
El día que
todo cambió, Pablo estaba trabajando de limpiavidrios en una esquina de Joaquín
Requena y Víctor Haedo. Allí paró un auto de alta gama, conducido por un hombre
ya mayor y una señora de acompañante.
Pablo, sin siquiera esperar la aprobación del hombre, le echó agua con jabón
en el parabrisas para comenzar a limpiar. Esto fue respondido con un insulto
del hombre, que poniendo el freno de mano al auto se dispuso a bajar para
discutir con el atrevido muchacho.
Mientras este señor se encargaba de recitarle varios insultos a Pablo, Dylan
apareció por el lado derecho del auto, aprovechando que la ventana estaba baja
y que la señora llevaba su cartera sobre la falda, la tomó y comenzó a correr.
Pablo
corrió hacia el otro lado dejando atrás al hombre que ya había dejado de
prestarle atención debido a los gritos de su esposa que pedía que detuvieran al
ladrón que se llevaba sus pertenencias.
La carrera
de huida de Pablo se cortó en seco cuando escuchó el tiro.
Ninguna bala había alcanzado a Pablo, pero los gritos le hicieron pensar lo
peor, así que dio la vuelta y corrió hacia el auto nuevamente, donde el hombre
estaba aún parado junto a la puerta del chofer, con un arma en la mano, y la
señora, que había salido del otro lado, se tomaba la cabeza.
- - ¿Cómo
le vas a tirar?, si es un nene. – Dijo la señora, increpando a su marido.
Pablo llegó
al fin al auto y vio a Dylan en el piso, quejándose de dolor por la bala que le
entró por la espalda.
Al rato
llegaron las ambulancias y la policía, a Dylan se lo llevaron al hospital
Maciel y a Pablo lo subieron a un patrullero esposado. A otro patrullero
subieron al hombre del arma.
Pablo salió
a las pocas horas, si bien estuvo en el momento del hurto, los testigos lo
ubicaban en el lugar del hecho, pero ninguno pudo probar que estuviese
involucrado.
Fue a
buscar a Mateo y se fueron para el Maciel, no los dejaron entrar a ver a Dylan,
pero les dijeron que la situación era compleja y que después de la cirugía para
sacar la bala e intentar cerrar las heridas internas que tenía, podía pasar
varias semanas en el hospital.
El doctor también había dicho que por la seriedad de las heridas había un
riesgo alto. Mateo no entendió bien, pero Pablo sabía bien a que se refería.
Pasaron la noche en la sala de espera de la emergencia del Maciel, tirados
sobre las sillas durmiendo de a ratos.
Cuando el
doctor salió a la sala de espera en busca de los familiares de Dylan, Pablo se
paró de inmediato y corrió hacia la puerta. Mateo, que se acababa de despertar
por el movimiento brusco de Pablo, apenas reaccionó y llegó unos segundos
después a donde su hermano ya había quedado solo, llorando. Dylan había muerto.
Ese
episodio marcó un antes y un después para ambos, sobre todo para Pablo, que
siempre había asumido una responsabilidad en cuidar a sus hermanos menores
luego de que su madre los abandonara.
La tristeza lo empezó a consumir y con el tiempo también las drogas, las que
una vez fueron su escape de la realidad, pasaron a ser su prisión.
Unos meses
después, Mateo se despertó y no lo encontró. Por más que lo buscó por los
lugares que comúnmente frecuentaban no aparecía. Pablo se había ido.
Mateo hizo
cuentas (todas eran restas), nunca conoció a su padre, su madre lo había
abandonado, su hermano había muerto hacía unos meses, y ahora su hermano mayor,
la única figura paterna que había conocido, también desaparecía.
Casi por
instinto fue hasta la parroquia del padre Esteban, que lo reconoció de
inmediato, pero también de inmediato se dio cuenta que algo había cambiado en
él además de su edad.
Preguntó por el resto de “la manada” y recibió las noticias que tanto había
temido. Siempre supo que ese grupo tenía un destino oscuro, quiso ayudarlos
incontables veces, pero nunca lo logró. Ahora, tenía frente suyo al único al
que todavía podía rescatar, por lo que se dispuso a convencer a Mateo de que lo
acompañara a un orfanato que Esteban conocía, donde lo iban a poder ayudar a
salir de la calle y tal vez encontrar un futuro mejor.
La idea, a
Mateo, no le agradaba mucho, pero la alternativa era volver a la calle, solo,
sin la protección y el cariño de su hermano mayor. Esa idea se veía peor, así
que aceptó ir al orfanato.
Allí le
dieron una cama cómoda, no era ningún lujo, pero comparado con dormir sobre
cartón en una vereda, tapado con una frazada agujereada, era una diferencia
abismal.
Le daban comida, le enseñaban a leer y escribir, lo enseñaban a asearse y
cuidarse.
Con el tiempo, esa vida lo fue convenciendo, y casi sin quererlo empezó a
olvidar su vida en “la manada”, aunque dos por tres, cuando el perro del
orfanato ladraba sin cesar, él le respondía brevemente con ese “woof, woof” que
lo hacía recordarlos.
Como parte
de las actividades de inclusión que tenía el orfanato, los internos de más edad
hacían trabajos simples para ayudar a la comunidad y ganar algunos pesos para
ellos. Hacían mandados para algún vecino con problemas de movilidad, cortaban
el pasto en casas de la zona, o paseaban algún perro.
Mateo se había ganado fama de ser bueno para la jardinería, por esto era
recurrente en la casa de la familia Salinas que estaban orgullosos de su jardín
y siempre lo mantenían cuidado.
En esa casa lo trataban con un cariño y respeto que nunca había sentido en sus
años de dolorosa peregrinación por la vida, tanto que a veces lograban pasar la
fría y dura coraza con la que Mateo trataba al resto de las personas con las
que interactuaba.
Claudia y Julián - los Salinas-, eran una pareja de mediana edad, sin hijos,
amables y simpáticos, pero que a veces mantenían un semblante de tristeza
reprimida, tal vez por eso, Mateo, conectaba con ellos.
Uno de esos
días de trabajo en el jardín (mientras tomaba un refresco que le había
alcanzado Claudia), Mateo le preguntó porqué no habían tenido hijos.
Claudia bajó la vista y su sonrisa desapareció tan rápido que Mateo supo al
instante que era algo que no debía preguntar.
- - Si
tuvimos un hijo, hace 4 años – Respondió Claudia, luego de unos segundos.
- - Pero
se nos fue a los pocos meses de nacido – Sentenció, mientras una lagrima
comenzaba a recorrer su rostro.
A Mateo se
le arrugó el corazón, esa tristeza de la pérdida le era conocida.
Casi sin pensarlo la abrazó, ese abrazo que él tanto había esperado de otros
ahora le correspondía a él brindarlo. Ella aceptó el gesto y devolvió de la
misma forma con sus brazos alrededor de Mateo, como si supiese que él también
lo necesitaba. En el pecho de Mateo volvió a sentir ese calorcito que le
recordó cuando de niño escuchaba las historias del padre Esteban sobre un Dios
que lo amaba.
Luego del
abrazo, estando también vencido por la emoción, Mateo, decidió contarle parte
de su historia, de su pasado en “la manada”, de sus hermanos y del abandono.
La sesión terminó con otro abrazo, esta vez ofrecido por Claudia.
Con el paso
de las semanas y los meses, el apego de Mateo con la familia Salinas se volvía
más fuerte.
Julián, enterado del episodio de los abrazos a través de Claudia,
también le había tomado más cariño y a veces lo buscaba para conversar de la
vida.
Tanto fue así, que un día, cuando Mateo llegó a la casa de los Salinas a
realizar sus tareas de jardinería, Claudia y Julián lo sorprendieron con una
propuesta, si él quería, ellos estaban dispuestos a adoptarlo.
Mateo, que
ya tenía casi 15 años, sabía que ser adoptado a esa edad era casi imposible, y
ya se había hecho a la idea de salir a buscarse la vida a los 18 cuando en el
orfanato no le pudieran dar más alojo.
Es que las adopciones casi siempre eran con niños pequeños, para no tener que
lidiar con alguien con un pasado complejo, como el de él.
Meses
después, Mateo había dejado el orfanato y ya vivía en la casa de los Salinas.
Atrás habían quedado las noches de ladridos, las manzanas robadas, las corridas
y los miedos.
Años
después, Mateo Salinas era un alumno matriculado en la facultad de veterinaria,
tenía un trabajo estable en un almacén mayorista manejando un montacargas y se había
comprado un auto (con ayuda de sus padres).
Quien lo viera hoy por la calle no podría conectar a este joven con tantas
esperanzas de futuro, con aquel niño con tantas carencias y dolores del pasado.
Aquel día,
mientras Mateo iba al trabajo en su auto, tuvo que frenar detrás de una fila de autos
detenidos por lo que él creía era un accidente o una manifestación, no prestó
mucha atención y se dispuso a revisar su celular.
Delante de la fila, la discusión entre un taxista y un hombre que limpiaba
parabrisas a cambio de algunas monedas era lo que detenía el tránsito. El
taxista le increpaba al limpiavidrios a los gritos por haberle tirado agua y
jabón en el parabrisas cuando él claramente la había indicado que no lo
hiciera.
El
limpiavidrios intentó recuperar su lampazo y su botella, que le había quitado
el taxista durante la discusión. Pero lo único que obtuvo fue un empujón que lo
dejó de espaldas en la calle, siendo apenas esquivado por un auto que venía en
sentido contrario.
Los
bocinazos de la fila de autos detenidos junto con la frenada del otro auto que
apenas esquivó al limpiavidrios hicieron que Mateo prestara atención, y como
veía que esa situación iba para largo, puso el freno de mano al auto y descendió
para ver más de cerca y si era posible intervenir para que la situación se
solucionara y él pudiese seguir su camino.
El
limpiavidrios era un pobre tipo, vestido con una ropa sucia y desgastada, con
la barba sin cortar hace meses, muy flaco y con un semblante débil y triste.
El instinto de Mateo lo llevó a decir lo único que podía decir en el momento
que lo reconoció.
- - Woof,
Woof – Repitió varias veces con la voz aguda y quebrada.
En la
esquina, el limpiavidrios quedó inmóvil, al instante reconoció al “cachorro”
como si fuese ayer que lo hubiese escuchado por última vez.
Cuando se dio vuelta, Mateo ya estaba llegando, corriendo con los brazos
abiertos, como cuando tenía 7 años, llegó hasta Pablo y lo abrazó sin decir
nada. Lo abrazó con tanta fuerza que por un instante le quitó el aliento.
El corazón de Pablo volvió a ese mismo tiempo en que la manada estaba unida, se
olvidó de la discusión con el taxista, de su lampazo y su botella.
El taxista
observaba desde la puerta de su auto, asombrado el cambio de situación. Luego
de unos segundos decidió subirse al taxi y continuar camino.
El confundido taxista, ya alejándose de la situación miró su espejo retrovisor por última vez, fue cuando el escalofrío lo invadió.
Desde el espejo veía que en la esquina ahora eran tres fundidos en un abrazo, los dos hombres -Pablo y Mateo- y una figura poco clara, más baja y semitransparente, como una bruma apenas visible, pero que se aferraba a sus dos hermanos con fuerza, como en aquellas noches de oscuridad.
La manada estaba unida, una vez más.