Inolvidable
Eran ya pasadas las diez de la noche del viernes y Ricardo comenzaba a cerrar las cortinas metálicas del bar.
Dentro, los pocos parroquianos que quedaban entendían la indirecta y ya se disponían
a abandonar sus mesas.
Un tiempo
después, cuando ya había cerrado la caja y estaba chequeando que todo haya
quedado ordenado, se dio cuenta que en la última mesa del fondo todavía quedaba
una persona. Sentado en la silla, pero con el torso recostado sobre la mesa,
durmiendo, se encontraba un señor mayor.
Ricardo lo
recordó de inmediato, había entrado hacía algo más de 2 horas, pidió un café y luego,
ante las reiteradas preguntas sobre si quería algo más, repetía que estaba
esperando a alguien y que cuando esta persona llegara ordenarían algo.
Claramente, su acompañante no llegó.
- – ¡Señor! – Reclamó Ricardo, esperando despertar al hombre.
- – ¡Señor, por favor! – Repitió mientras le tocaba el hombro para llamar su atención.
Esta última
acción tuvo éxito inmediato y el hombre se levantó de la mesa asustado y
desorientado, buscando a su alrededor algo para poder ubicarse.
- – ¿Señor, se encuentra bien? – Continuó Ricardo, preocupado por el semblante confundido del sujeto.
- – Si, si, estoy bien. – Llegó a contestar.
- – Estamos cerrando. ¿Quiere que le pida un taxi? – Dijo Ricardo, intentando ayudarlo.
Al cabo de
unos segundos, Pedro se dirigió hacia la puerta - sin mediar palabras con
Ricardo - y siguió de forma decidida por la misma vereda del bar hasta perderse
en la noche.
Caminaba
decidido, pero repitiendo en su cabeza la misma pregunta:
- – ¿Por qué no habrá venido?
Una semana
antes, en uno de los paseos que acostumbraba a disfrutar a media tarde,
recorriendo los infinitos senderos que atravesaban el Parque Batlle, conoció a
Mabel.
El cabello gris y las notorias arrugas en su rostro daban testimonio de una vida
entrada en años, pero Pedro todavía no tenía la confianza para preguntar cuántos.
La charla ligera
que llevaban mientras caminaban por las serpenteantes veredas se transformó
rápidamente en conversación simpática pero profunda entre nuevos amigos al
sentarse a la sombra de un frondoso ibirapitá.
Al cabo de
un buen rato, volviendo a tomar conciencia de la hora, Pedro le había insinuado
que le gustaría volverla a ver. Ella asintió gustosa y comentó de un bar cerca
del Hospital de Clínicas en donde había disfrutado de buenos postres y algún
que otro licor. Él, repitió para si mismo las referencias que le habían dado y
se despidió con la promesa de volver a verse el siguiente viernes por la noche.
Pero ella
nunca llegó.
Un par de
días después, caminando por los mismos senderos del parque la volvió a ver,
sentada en el mismo banco bajo la sombra del ibirapitá.
Sorprendido,
no dudó en acercarse.
- – Hola, Mabel, ¿cómo estás? – Comenzó amistosamente Pedro.
Ella lo
miró con cara de desconcierto. Este hombre sabía su nombre, pero no lograba encontrar
en su cabeza más pistas sobre él que las de un rostro conocido pero anónimo y
distante.
- – ¡Perdón! Se que lo conozco, pero no logro recordar su nombre. – Respondió Mabel, generando en Pedro una reacción de sorpresa aún mayor.
- – A veces pierdo un poco la noción de algunas cosas. – Continuó. – A mi edad la memoria me falla dos por tres.
Pedro entendió
la situación y se compadeció un poco de Mabel, aunque también sintió un poco de
frustración al recordar el entusiasmo con que esperó durante días ese encuentro
y la desazón al tener que volver solo aquella noche a su casa.
- – Nos conocimos el otro día – Comenzó entonces su explicación.
Ella
asistió asombrada al relato de un coqueteo olvidado y un compromiso fallido que
recién ahora podía lamentar.
Con el pasar de los minutos, luego de las sentidas disculpas de Mabel, ella y
Pedro volvían a recorrer conversaciones y coincidencias que lograban disipar
los problemas de este pasado reciente.
Él insistió
en el interés y quiso asegurarse un próximo encuentro, por lo que luego de
volver a convencer a Mabel de repetir la cita, le pidió la pequeña libreta que
minutos antes ella le había contado que utilizaba para guardar teléfonos importantes
y otras cosas que no quería olvidar.
Pedro anotó su nombre, su teléfono y como se habían conocido, para asegurar que
mediante el contexto fuese más fácil recordarlo. Además, le dejó anotado el nombre
del bar, el día y la hora en que se encontrarían nuevamente. Luego se despidió,
esperanzado con que esta vez su cita se presentaría.
Corrían las
siete y veinte de la tarde del miércoles en el bar de Ricardo cuando arribó nuevamente
Pedro, que lo saludó amablemente y volvió a dirigirse hacia la misma mesa del
fondo.
Cuando Ricardo
se acercó a preguntar si deseaba algo para tomar, él le pidió un café y luego
dijo optimista:
- – ¡Esta vez sí vendrá!
Ricardo lo
reconoció en ese momento y le respondió con una sonrisa de aprobación mientras
volvía a la barra a preparar el café.
Unos
minutos después, a las siete y media en punto, entró Mabel. Miró el bar y vio a
Pedro en la mesa del fondo que le hacía señas. Hacia allí fue, esbozando una
sonrisa.
- – ¡Te acordaste! – Exclamó Pedro entusiasmado, mientras se levantaba y ofrecía una silla a Mabel.
- – Me ayudó mi libreta. – Respondió ella, mostrando la nota en la libreta, resaltada en amarillo.
Al comenzar
la conversación, Mabel comentaba que, si bien fue capaz de recordar su encuentro
previo al revisar su libreta, debió repasar en su mente repetidas veces los
hechos, hasta que se hizo una buena idea de la razón por la que debía asistir a
esa cita escrita en su libreta en una letra que claramente no era la de ella.
Pedro
intentó llenar los vacíos de la historia, repitiendo aquello que sabía que
había funcionado y omitiendo los fallos de sus anteriores encuentros,
aprovechando a su favor la menguada memoria de su compañera.
Al
finalizar su cita, Mabel tomó nuevamente su libreta y agregó unos párrafos a
las referencias que le había dejado Pedro. Comentó de la galantería de su
acompañante y de las risas que había logrado sacarle con sus tontos chistes.
También agregó referencias a su nuevo acuerdo de encuentro, sería entre semana
y bajo el mismo árbol del parque que los vio olvidarse y recordarse.
Él solo sonreía al escuchar lo que ella relataba en voz baja mientras escribía.
- – Creo que, al despedirnos. ¡Al fin me dará un beso! – Terminó de escribir Mabel, levantando la vista para ver la mirada de un sorprendido pero feliz Pedro.
¡El beso
sucedió! Y ambos sintieron que era algo que no querían olvidar.
Ella volvió
a abrir su libreta y esta vez, sin relatar en voz alta y sin dejar que Pedro la
vea, agregó una oración final al relato de su cita.
- – ¡Fue mejor de lo que esperaba! – Garabateó rápidamente.
Se
separaron con la esperanza de que el olvido no los volviera a separar.
Días
después, el mismo parque, el mismo camino, el mismo árbol.
Allí estaba Pedro, esperando.
Allí llegaba Mabel, sonriendo.
- – ¡Bendita libreta! – Exclamó él.
- – ¡No hizo falta! – Respondió ella, entusiasmada.
Le contó
que no había olvidado nada de su último encuentro. Ni el error de haberle
puesto demasiada azúcar a su café, ni la anécdota de porqué Pedro llevaba
vendada la mano, ni mucho menos había olvidado el beso.
Incluso le describió también la sorpresa de su hija al verla tan vivaz y
centrada como hacía años que no la veía. Como si ese encuentro fortuito con
Pedro hubiese vuelto a activar en ella algo perdido que los medicamentos no
habían logrado.
Este nuevo
encuentro se volvió a cerrar con un beso. Este ya más cercano y esperanzado.
Marcando el comienzo de un amor.
La próxima cita
sería en casa de Mabel, bajo la promesa de cocinarle un budín de chocolate con nueces
al que le había hecho buena propaganda.
Esta vez la nota escrita se la llevó él, tan solo la dirección de ella en un
pedacito de papel de la misma libreta.
El sábado a
las cuatro de la tarde en punto sonó el timbre en casa de Mabel.
El olor a
budín al abrir la puerta le hizo saber a Pedro que todo estaba bien, no había
olvidos de que preocuparse. Y el beso que vino tras entregarle las flores que
trajo de obsequio, despejó todas las dudas.
Tomaron café
y rieron un rato largo.
Unos minutos
después de las cinco de la tarde, se escuchó como unas llaves abrían la puerta
de calle.
- – ¡Es mi hija Tamara! – Dijo Mabel, mientras se paraba para ir a su encuentro.
- – ¡Vení! ¡Qué te presento a Pedro! – Se escucha en el pasillo mientras vuelven, acercándose a la cocina donde quedó él.
- – ¿Papá? ¿Qué haces acá? – Preguntó Tamara, con una mezcla de asombro y preocupación.
El rostro
de Tamara, junto con esas preguntas y el tono de estas fueron como si la cabeza
de Pedro se estrellara contra un muro a cien kilómetros por hora. No entendía nada,
pero todo le parecía conocido ahora.
Hacía más
de diez años que Pedro había sido diagnosticado con una enfermedad que rápidamente
le fue mermando su lucidez mental junto con la memoria, por lo que Mabel,
tiempo después había decidido internarlo en un hospital psiquiátrico ya que no
podía cuidarlo a él y a Tamara, que apenas tenía 8 años y no entendía por qué
su padre a veces dejaba de reconocerla.
Mabel lo
visitó los primeros años hasta que su propia salud fue flaqueando su memoria y
Tamara pasó a cuidar de ella.
Con el
tiempo, Pedro, en la soledad del hospital había recuperado la lucidez más no la
memoria. Pero fue lo suficiente como para que le dieran de alta hacía no más de
dos años.
Tiempo
después, pudo al fin mudarse solo. Y lo hizo a pocas cuadras del parque donde
en su juventud había conocido a su amor, un amor del que no recordaba ni su
rostro ni su nombre, pero que sin querer volvió a encontrar, bajo la sombra del
mismo frondoso ibirapitá.

