viernes, 3 de enero de 2025

El funeral de un héroe



Una larga caravana de autos recorría la avenida 18 de Julio en dirección al Obelisco.

Una carroza fúnebre (repleta de flores y banderas uruguayas) iba encabezando el desfile, cargando un lujoso ataúd que la intendencia había dispuesto para una digna despedida.

En las veredas, el público atónito asistía al momento que nadie había imaginado vivir, el funeral de Ismael, o como lo conocían todos, “El Gaucho”.

Había muerto en su ley, haciendo aquello por lo que el pueblo le había otorgado el mote de “héroe”, interponiéndose entre un arma cargada y una persona de bien.
Ismael no portaba armas, ni cubría su mortal humanidad con escudos ni armaduras. Un ciudadano común y corriente, cuyos únicos atributos destacables eran su valentía y su inconsciencia ante el peligro.

Su primera aparición en los medios había sido hace ya más de 10 años. Los titulares fueron su mejor marketing.

“Valiente ciudadano salva a una familia entera de ser atropellada”

Ese día pasaba por la esquina de 18 de julio y Barrios Amorín, caminando hacia el trabajo, cuando un auto cruzó el semáforo en rojo.
Ismael notó que el auto iba directo a una familia que cruzaba la calle, por lo que (descuidando su integridad física) se lanzó hacia ellos y apartó con sus brazos al grupo entero.
Sobre la vereda cayeron los dos niños, la madre y el abuelo, seguidos por Ismael que los arrastraba.

El auto logró frenar a media cuadra, luego de haber chocado con un par de vehículos estacionados.

La noticia dio cuenta de los moretones de los adultos y el llanto de los niños, pero haciendo énfasis que la alternativa hubiese tenido un resultado mucho más lamentable.

Ese día, cuando Ismael llegó a la casa y comentó con su familia el acto heroico, fue abrazado y reprendido por Gabriela, su esposa e Isabella, su hija de 10 años.

- Mirá si te pega a vos el auto, estás loco. – Le reprochaba justificadamente Gabriela.

Una vez pasado el susto y el rezongo, el abrazo continuó y se transformó en un gesto de orgullo y cariño.

Las redes sociales se habían hecho eco de la noticia y además de la viralización de la nota, se agregaba la referencia a Ismael como “el héroe de El Gaucho”, referenciando al monumento a esa figura criolla que adorna esa esquina del centro de Montevideo.

El mote se fue simplificando con el tiempo y las sucesivas apariciones del héroe en la prensa y en las redes sociales. Al final se terminó resumiendo a “El Gaucho”.

La caravana, que había comenzado en la Plaza Independencia, se detuvo al llegar a la esquina de 18 y Barrios Amorín, allí donde todo había empezado. El público, que se había amontonado allí esperando este momento, selló la despedida con un aplauso ensordecedor que duró más de 5 minutos. Luego, fueron necesarios otros 10 minutos para lograr que el cortejo pudiera seguir avanzando.

Algunos canales de televisión, que estaban transmitiendo en directo, intercalaban entrevistas con alguno de los tantos testigos de sus hazañas.

Estuvo el dueño del supermercado que vio la muerte a la cara, cuando por nervios no lograba abrir la caja registradora durante un asalto, y que, cuando el ladrón le puso el arma en la frente, vio como El Gaucho aparecía de entre los asustados clientes, intentando hablar con calma con el nervioso criminal, convenciéndolo de que este bajara el arma y se fuese con lo poco que había conseguido, pero que no cometiera una locura que no podría remediar.

También dio su testimonio Carmen, la señora que El Gaucho había convencido de no saltar desde la cornisa de aquel edificio, hace ya algunos años. Había pasado más de 40 minutos hablando con ella, enumerándole las cosas buenas que tenía en su vida.

Y por supuesto (porque el morbo vende más que la leyenda), también estuvo el chofer del ómnibus que intentaron robar hacía unos pocos días, justo cuando Ismael iba como pasajero hacia el trabajo.
Cualquiera en su lugar hubiese puesto cuerpo al piso cuando el criminal desenfundó su arma y le gritó al chofer que le entregara la recaudación.
Pero Ismael no era cualquiera, por lo que decidió avanzar con voz tranquila, acercándose al sujeto e interponiendo su propio cuerpo en el camino del arma, intentando convencerlo de como estaba arruinando su vida con esto.
Esta vez no funcionó, la detonación retumbó en todos los vidrios del ómnibus y provocó los gritos de terror de más de un pasajero. Acto seguido, el ladrón salió corriendo del vehículo y se perdió entre las calles.
El cuerpo de El Gaucho cayó seco, con el agujero de la bala asomando en medio de su pecho. Respiró con dificultad unas 2 o 3 veces y luego todo terminó para él.

La transmisión de la televisión vuelve a la señal en vivo, con la caravana ya entrando en el cementerio. Allí las cámaras estaban prohibidas, por lo que los periodistas debieron esperar afuera durante varias horas.
La familia y los cercanos a Ismael se quedaron dentro esperando que la turba de fans y chismosos se disolviera.

Al fin, ya con las lágrimas enjuagadas y los ánimos más calmados, la familia decide abandonar el cementerio.

Al salir, solo un periodista se había quedado haciendo guardia en la puerta. Corriendo desde detrás de unos árboles tomó por sorpresa a la viuda y a su hija mientras estas salían caminando hacia los autos.

- ¿Qué sienten en este momento, donde el pueblo le dio una merecida despedida a un verdadero héroe? – Preguntó el impertinente reportero.

Gabriela eligió ignorarlo y continuar su caminar hacia el auto que la esperaba para retornar a su casa. En cambio, Isabella, decidió detenerse, giró su cabeza y miró con una mezcla de tristeza y enfado al sujeto.

- ¿Héroe? ¿Qué saben ustedes? – Increpó mientras enfrentaba el micrófono.
- ¿Quieren saber quién era mi padre? – Continuó.

El periodista, sorprendido por la actitud de la hija de el héroe, no podía desaprovechar la oportunidad de enterarse de algún secreto de la vida de “El Gaucho”. Podría ser la noticia del año.

- ¿Qué quiere decir? – Replicó mientras acercaba el micrófono y la cámara enfocaba en primer plano a la joven hija.

- Mi padre era un mentiroso y un ladrón.
- Se ausentó de casa por semanas, más de una vez. Ni al trabajo iba, por lo que lo terminaban echando.
- Nunca tuvo un peso, ni pudo superarse.
- ¿Héroe? Ustedes no conocieron a mi padre más allá de los titulares sensacionalistas o los relatos, que, pasando de boca en boca, acabaron llenos de exageraciones y fantasías.

Los ojos del periodista parecían escapar de sus órbitas. Esto era oro puro.
Si hay algo que tiene mejor prensa que un héroe, es un héroe que se transforma en fraude.

Isabella, con los ojos llenos de lágrimas, continua su relato.

- Yo le creí a mi padre cuando me decía que no tenía hambre, que “ya había comido”. Y luego con el paso de los años supe que me había mentido, que la comida no alcanzaba, así que la que había, era para nosotras. Él, aguantaba.

- Yo comía de los fideos que mi padre le robaba a don Manuel, el almacenero de la esquina, que hacía la vista gorda porque sabía que mi viejo no le podía pagar.
- Y sabía también que luego volvía arrastrando vergüenzas, cuando conseguía algo de dinero, para pagar las cosas que se había llevado “de prestado”.

- Yo sabía perfectamente que mi padre se ausentaba durante largo tiempo de casa. Lo sabía porque dormía en la silla del hospital donde yo pasé largos períodos internada por alguna complicación del asma.
- Y fue ahí cuando lo escuché responderle “de acá no me muevo” a su jefe, que lo echó sin titubear.

- Nunca tuvo un peso, por lo menos no para él, los gastaba en regalos para mi cuando era niña, en los remedios que costaban un ojo de la cara, o en mis estudios, para darme el futuro que él no pudo tener.

- ¿Con qué derecho le dicen héroe? – Repitió ya con los ojos ahogados de lágrimas.

- Él era un héroe sí. Porque estuvo para nosotras, siempre.
- Su nombre no era Gaucho, era papá.
- Él era mi héroe... Y no se los presto.

domingo, 29 de diciembre de 2024

En pocas palabras

 


Al entrar fue directo a la barra, se sentó en el último banco y pidió una cerveza.

Montevideo soplaba ya sus fríos de invierno y fuera del pub la gente intentaba encontrar el rumbo mientras caía la noche en Ciudad Vieja. 

Ella lo había visto llegar, lo siguió con la mirada mientras él recorría el tramo entre la puerta y la barra.
Él ni siquiera la notó.

Hipnotizado por quien sabe que pensamiento, Gustavo permanecía sentado mirando el vacío a través de su cerveza.

Pasaron unos segundos hasta que volvió a la realidad y comenzó a escudriñar el pub. Fue en ese momento que se encontró con la mirada de esa mujer.

Ella le dedicó una sonrisa.
Él bajó la mirada con timidez y luego le devolvió el gesto.

Unos segundos de indecisión, una gran bocanada de aire y al fin tomó su cerveza y se dirigió hacia la mesa desde la que ella lo continuaba observando.

- ¿Esta silla está ocupada? – le preguntó.

Ella solo sonrió.
Él se presentó y luego le preguntó su nombre.

- Claudia – respondió ella sin poder quitar la sonrisa de su rostro.

Gustavo aprovechó la hipnotizante y al parecer incansable sonrisa de Claudia para comenzar una conversación.
Entre bromas sobre dientes brillantes, sonrisas de porcelana y otros chistes tontos que su cabeza dejaba escapar, la conversación fue avanzando.

- Ya descubrí tu secreto – Se atrevió a pronunciar Gustavo.
- Es el color del labial, ese rojo carmesí hace resaltar más el blanco de tus dientes. – Finalizó su teoría.

Los dientes son tema de bromas, pero los labios, todos saben que son tema serio. Gustavo también lo sabía, así que decidió cambiar el tono de su voz y mirarla directo a los labios como si de ellos esperara una respuesta que no tenía palabras.

La expresión de Claudia también cambió, su boca se cerró ocultando la sonrisa, pero en lugar de una mueca de disgusto sus pómulos se elevaron y dejaron ver una expresión de complicidad y picardía.

La señal fue recibida al otro lado de la mesa, donde Gustavo permanecía atrincherado esperando la oportunidad para atacar, y esta señal era una clara invitación a la guerra.

Mientras ella continuaba mirándolo a los ojos, él decidió tomarle la mano y en el mismo movimiento, casi sin interrupciones ni dudas, su cuerpo se abalanzó hasta alcanzar la frontera enemiga.
Se detuvo a solo un par de centímetros de su boca y retrocedió solo unos milímetros, como dudando… pero a la distancia justa para esperar el contraataque.

Ella respondió casi instintivamente, y sus labios apenas rozaron los de Gustavo, fue suficiente.

Ambos retrocedieron, volviendo a sus trincheras a esperar el siguiente movimiento del otro.

Ella decidió hablar.

- ¿A que se debe toda esta farsa? – preguntó mientras volvía a sonreír, intrigada por la última ocurrencia de Gustavo, de celebrar de esta forma su quinto aniversario.

Él, manteniendo la mirada en los ojos de Claudia al fin responde.

- Sólo quería probar esos labios, otra primera vez.

jueves, 12 de diciembre de 2024

En la mira

 


Ritmo cardíaco, 60 pulsaciones por minuto.

  - Inhalo, exhalo. – Repitió mentalmente, como un mantra de meditación.

Distancia, 932m, viento del este, noreste de 14km/h.
La mira fija, 7 grados por sobre el objetivo, para compensar la distancia.
El índice presiona lentamente el gatillo hasta que el mecanismo se libera y el percutor inicia la detonación.

La bala viaja a cerca de 860 metros por segundo, en apenas un parpadeo, llega a su objetivo.

El General Lima cae de rodillas, luego continúa su caída hacia adelante y su torso golpea el piso, seguido por su cabeza sangrante.

La sonrisa de otro trabajo terminado con éxito se dibuja en el rostro de Luca.

Era el mejor francotirador qué el dinero podía pagar. Y su conocimiento de la zona amazónica era un plus, que él se encargaba de hacer valer.

¿Qué había hecho el General Lima para merecer esta suerte?, Luca no lo sabía, nunca preguntaba. Pero seguramente su presencia en ese campamento en plena selva, acompañado por un contingente de apenas 5 soldados, y con un par de grandes valijas qué no parecían contener material militar, le bastaba para entender que su última víctima no era trigo limpio.

El resto de los soldados no eran parte de la misión, así que ya no tenía nada que hacer en esa selva. Desarmó su rifle con tranquilidad, seguro de que la distancia y su camuflaje le daba gran ventaja en la huida. Igualmente cargó su ametralladora (por si encontraba resistencia) y partió rumbo al punto de extracción junto al río Putumayo.

Allí su contratante le iba a esperar con una lancha para llevarlo a la ciudad más cercana del lado brasileño.

Al volver a casa, verifica su cuenta de Bitcoins y encuentra que el pago acordado fue correctamente acreditado. No más preocupaciones por el momento, solo descansar y esperar alguna otra asignación que requiera de sus habilidades.

Luca era un hombre de vida tranquila. Tenía su casa cerca de una ruta secundaria en la provincia de La Pampa, en Argentina, lo que le permitía estar aislado de las ciudades y los vecinos curiosos.

Además, la soledad de los parajes de La Pampa le daban un campo de entrenamiento y tiro que sabía aprovechar.

Los trabajos llegaban por correo electrónico, desde una cuenta en un servicio dentro de la Deep web. Eran enviados por un contacto que nunca quiso identificarse, algo que él agradecía.
Su contratante nunca había fallado en un pago, además de que parecía tener muy buenos contactos en todos los lugares donde enviaba a Luca. Él sospechaba que podía ser un agente de la CIA norteamericana, o alguna organización similar.

Pasó aproximadamente un mes y medio hasta que volvió a tener noticias.
Esa noche, al verificar como todas las noches su cuenta de correo vio que una nueva asignación le había llegado.

La nueva víctima era esta vez, un científico de origen estadounidense.
Ben Morris, genetista con amplia experiencia en trabajo con mutaciones y experimentos reñidos con la ética. Según el informe, se encontraba en un laboratorio en medio de la región de Darién, en pleno Panamá, una zona inaccesible y peligrosa, nada nuevo para Luca que ya había trabajado allí.

Luego de una corta planificación y preparación del viaje, parte hacia su nuevo destino al día siguiente.

Dos días después, luego de viajar por carretera, avioneta y algunos tramos en camioneta 4x4 atravesando caminos agrestes, al fin llegó a la ciudad de Metetí, en plena región de Darién. Ese sería su último contacto con la civilización antes de adentrarse en la jungla para realizar su trabajo.

A la noche, en la habitación de un pequeño hotel, en pleno centro de la ciudad, repasó los detalles de su misión.
El acceso iba a ser complejo ya que la densa jungla alberga variados peligros.
Además la zona era también la ruta de acceso de miles de migrantes que emprenden su intento por atravesar Centroamérica para llegar a los Estados Unidos. Podría encontrarse en el camino con algún contingente de personas o una patrulla de las que busca detenerlos y deportarlos nuevamente a su país de origen.

A la mañana parte al fin, solo con su mochila, sin más armas que una pistola 9mm oculta en su cintura y un cuchillo en su pantorrilla.
Logró conseguir que una camioneta que salía del pueblo lo llevara. No fue poca la incredulidad del chofer al tener que acceder al pedido de Luca de que lo dejara en medio de una ruta, solo y sin más equipaje que esa liviana mochila, al borde de la selva.

Luca observó como la camioneta se alejaba y emprendió su viaje a las entrañas de la jungla. Allí, a unos cuantos cientos de metros, recogió el bolso con las armas para el trabajo que su contratante le había dejado.
Además del rifle, un par de ametralladoras, granadas y municiones suficientes para armar una pequeña revolución. Verifica que todas las armas estén en condiciones y emprende el camino a su objetivo.

El laboratorio estaba en medio de una frondosa vegetación, invisible desde lejos debido a la altura de los árboles, era imposible llegar hasta allí si no se sabía por dónde ir.
Al observar desde lejos, vio que el mismo era custodiado por demasiados soldados como para ser una edificación civil.

Todos los guardias (que cubrían sus rostros con pasamontañas y estaban fuertemente armados) mantenían una rutina de vigilancia perfectamente sincronizada. No había rincón de las instalaciones que no estuviese cubierto, ni posibilidad de infiltrarse sin ser detectado.

Las siguientes horas las dedicó a lo único que podía hacer, observar y buscar una debilidad en esa infranqueable fortaleza.

Fue en la noche cuando, observando con sus binoculares, logró ver una de las ventanas del nivel inferior, en donde al parecer se encontraba un comedor o salón común, en donde algunos soldados iban a descansar (no sin antes ser sustituidos en su puesto por otro soldado que seguía la misma sincronizada rutina).

En ese comedor, logró ver al fin el rostro de uno de los guardias, que en la distancia y a través del vidrio se le presentaba familiar. Decidió acercarse unos cuantos metros más, siempre caminando oculto y camuflado. El trayecto de aproximadamente 80 metros le llevó más de 5 minutos.

Desde su nueva posición intentó nuevamente revisar la ventana del salón de descanso. Veía las cabezas de unos soldados, pero no lograba ver ningún rostro. Hasta que uno de ellos se levantó y miró hacia la ventana, sin saber que era atentamente observado por Luca.

La sorpresa fue extrema, el guardia se parecía sorprendentemente a él, la misma barbilla hendida, la frente estrecha, los ojos negros y la nariz chata. La única diferencia era la juventud del guardia, parecía tener entre 25 y 28 años, que contrastaba con los 52 años de Luca.

La sorpresa fue aún más grande cuando otro guardia entró al comedor. Nuevamente el mismo rostro, aunque este más entrado en años, con el cabello ya canoso, parecido al suyo.

Al cabo de 20 minutos que permaneció en aquella posición, escudriñando con sus binoculares todo lo que pasaba en la habitación, contó por lo menos 5 personas distintas, las cuales compartían rostros y rasgos físicos. Todos con la misma altura y complexión.
Las únicas diferencias notorias eran relacionadas a las características de la edad, algunos parecían jóvenes de menos de 30 años, otros ya habían alcanzado la madurez.

Fue ahí que observó el resto de los guardias nuevamente, aquellos que continuaban sus recorridos sincronizados alrededor del laboratorio, escondidos tras sus pasamontañas.

Todos compartían las mismas características de altura y complexión física, seguramente también, detrás de sus negras máscaras, compartirían rostro con Luca.

Volviendo en su cabeza a repasar su misión, recordando que el doctor Morris era un destacado genetista que repetidas veces había transgredido las reglas éticas de la profesión, imaginó que, de alguna manera, estaba involucrado en algún plan de clonación humana.
Pero igualmente esa explicación le resultaba insuficiente, ya que no lograba despejar la duda mayor, ¿por qué, todos aquellos soldados, se parecían a él?

No tenía forma de comunicarse con nadie, ya que una de sus reglas es que no llevaba ni teléfonos, ni ningún dispositivo electrónico que pudiera alertar de su presencia.

La única alternativa para despejar sus dudas era infiltrarse en el complejo e investigar por su propia cuenta.

La misión de asesinar al científico había quedado en segundo lugar, estaba rompiendo su regla más valiosa, no involucrarse.

El método para la infiltración estaba servido en bandeja, todos los guardias eran él, así que él, podía ser cualquier guardia, solo debía conseguir un uniforme y una de esas armas que cargaban.
Y en bandeja también le llegó su pasaje de entrada. Por uno de los pocos caminos que daban acceso al complejo, venía uno de los guardias, encapuchado, conduciendo una camioneta que parecía llevar una carga importante.

El disparo, apenas perceptible debido a la acción del silenciador, fue certero, directo a la sien del soldado. La camioneta se detuvo luego de impactar contra unos arbustos en la misma curva donde Luca esperaba.
El vehículo quedó con algunas marcas del impacto, pero nada que le impidiera volver al camino e ingresar sin levantar demasiadas sospechas.

Una vez que se vistió con el uniforme del soldado recién asesinado, el que tuvo que ensuciar con algo de tierra para ocultar las manchas de sangre, secuelas del disparo, Luca dirigió nuevamente la camioneta hacia el complejo.

Al llegar al portal de ingreso, le pidieron su nombre y un código de acceso. Por suerte para él, el soldado había dejado debajo de la planilla donde estaba el detalle del embarque que había ido a buscar, la clave de ingreso escrita en un papel. Su nombre lo obtuvo de la identificación que tenía en su bolsillo.

La entrada no fue complicada, y se dirigió con la camioneta al único lugar que parecía estar esperando una carga.
Luego de estacionar, entregar la planilla y delegar la descarga de las cajas, se dirigió hacia el interior del complejo caminando con seguridad, para no delatar su condición de intruso.

Dentro, debió quitarse el pasamontaña al igual que todos los clones que deambulaban por el complejo. Era una medida de seguridad casi perfecta, cualquier persona que caminara por estos pasillos y que no fuese idéntico, se vería sospechoso, excepto que, en este caso, el Luca original era invisible al ojo de cualquier interno.

La única persona diferente que se cruzó fue el doctor Morris, el cual, vestido con camisa blanca parcialmente desabotonada y pantalones de jean, se dirigía escalera abajo con apuro.

Luca decide seguirlo, caminando tranquilamente detrás de él, pero con cuidando que nadie sospeche de sus intenciones.

Al entrar al laboratorio, detrás del doctor Morris, este se dio vuelta e increpó al guardia.

  - Ustedes no pueden entrar aquí, ya lo saben. – Dijo enojado.

El enojo se disipó cuando notó que las marcas de la edad de este guardia no coincidían con las que acostumbraba a ver. Después de todo, el vio nacer y crecer a la mayoría, además de convivir con ellos hacía varios años.

La cara de miedo del doctor alertó a Luca, que desenfundando su arma le indicó que no hiciera ningún ruido y continuara hacia dentro del laboratorio.

  - Quiero saber que está pasando, muéstreme que es lo que está haciendo. – Le ordenó al doctor.

Morris, apuntando hacia un archivero que quedaba en la pared más lejana, le dice que toda la información estaba allí.
Luca movió la cabeza en dirección de la pared, pero acostumbrado a lidiar con rehenes, detectó rápidamente que el doctor quiso escapar, corriendo hacia la puerta a toda velocidad. Sin parpadear, Luca apretó el gatillo de forma casi instintiva y la bala entró en la nuca de Morris, que cayó al piso y quedó totalmente inmóvil.
Su misión había sido cumplida, pero su curiosidad le nublaba el juicio, por lo que, sin siquiera pensar en el escape, se dispone a investigar el origen de esta locura.

Uno de los archivos que encontró, de los más viejos, informaba de los experimentos de clonación. Habían comenzado en el año 1991 en un laboratorio que se encontraba en una base aérea estadounidense en Honduras.
Luca ató cabos, él, en su juventud, había sido prisionero en esa base hasta octubre de 1991, cuando logró escapar.

Recordó que mientras fue rehén, varias veces lo sometieron a exámenes médicos completos donde le extrajeron sangre. Seguramente allí habían tomado las muestras para desarrollar este ejército de clones.

Más adelante, el archivo comentaba las características de los clones y que todos tenían un dispositivo de seguridad, un pequeño explosivo adherido a un receptor satelital que fue alojado en la base del cerebro de cada duplicado. El mismo sería usado en caso de emergencia, para eliminar a cualquiera que se desviara de las órdenes del comando central.

Esto le interesó especialmente, tal vez podría acabar con esta pesadilla él mismo, eliminando a sus clones sin siquiera tener que combatir con ellos.

Al seguir buscando encuentra un capítulo específico del mecanismo de eliminación, y con esa información busca entre las computadoras hasta encontrar como acceder al control maestro que le permitía ubicar a todos los clones en el mundo, incluyendo a los que custodiaban el laboratorio en que se encontraba.

En el mapa se veían múltiples manchas en el mundo. Al acercarse a la zona donde él se encontraba, la mancha se separaba en cientos de puntitos azules que poblaban el terreno del complejo.
La interfaz le permitía seleccionar a cualquiera de los guardias para obtener información de la posición, nombre, edad y características, además de tener la opción de eliminarlo
La idea de investigar uno a uno se alejó rápidamente, no podía perder más tiempo dentro de un ambiente hostil que en cualquier momento se volvería en contra de él.
Al ver la opción de “seleccionar todos”, no dudó en utilizarla para que no hubiese sorpresas.
Esta acción convirtió el mapa en una gran mancha de puntos rojos prontos para ser detonados.

No dudó ni un segundo, presionó el botón eliminar y eso desencadenó el caos.
Desde la puerta abierta del laboratorio se escuchaban las explosiones, uno a uno, los guardias iban cayendo.
La sonrisa del trabajo exitoso no llegó a terminar de dibujarse en su rostro cuando se escuchó la explosión más cercana de lo que esperaba.

Luca cayó al piso, todos los clones fueron eliminados, incluyendo el primero.

viernes, 6 de diciembre de 2024

El ladrón de besos


Entrando a las apuradas, Marcia casi choca de frente con una clienta que iba de salida.

-          -Volvió a pasar. – Exclamó, mientras entraba.

Al detenerse en el medio del salón, mientras recuperaba el aliento y reacomodaba su peinado, Marcia era rodeada por todas las clientas, aquellas que esperaban turno y alguna que, estando en pleno proceso, igualmente saltó de la silla, con las pinzas aún en el pelo y dejando con las manos en el aire a la peluquera.

-          - Volvió a pasar. – Repitió Marcia.

-          - ¿Dónde? – Alcanzó a preguntar Julia, la peluquera más joven.

Los ojos de todas permanecían fijos en la improvisada reportera del hecho, la que, ahora esbozando una sonrisa incomoda, continúa con su relato.

-          - Le pasó a la sobrina de Ramiro, la que vino de Montevideo. – Prosiguió.

-          - Es bobo para elegir. – Dijo Livia, una de las clientas más viejas.

-          - Fue en la puerta del almacén de la esquina. – Continuó Marcia – hace unos 15 minutos tan solo.

El grupo de mujeres abandona la peluquería y se dirige a las apuradas hasta el almacén para enterarse de los detalles y ya de paso conocer a la nueva “víctima” de Paulo.

Al llegar a la esquina, Leticia, la sobrina de Ramiro, se encontraba ya rodeada de otro grupo de personas que intentaban tranquilizarla, mientras ella intentaba al mismo tiempo entender que había pasado y porqué era tan importante para todos en el pueblo.

Como todo pueblo chico que se digne, el pueblo de Aceguá (cuya vida transcurre tranquilamente con un pie en Uruguay y otro en Brasil) tenía varias leyendas, de esas que entretienen las charlas de vecinos y atraen a veces a los turistas.

Una de esas leyendas, era la del “fantasma enamorado”, aunque algunos vecinos lo llamaban por su nombre. Decían que se trataba del fantasma de Paulo, un peón de campo que vivía del lado brasilero, que había muerto hacia más de tres décadas, a la joven edad de veintitrés años.

Se sabía de él que era bastante enamoradizo. Venía al pueblo varios días a la semana por provisiones para el dueño de la estancia donde trabajaba, era muy respetuoso y gentil.
Su problema era que, cuando aparecía alguna muchacha nueva en el pueblo, al poco tiempo se lo veía embobado atrás de ella, a veces tenía suerte, pero la mayoría de las veces, no tanto.

Había muerto en un accidente de ruta, volviendo a casa durante una fuerte tormenta.

Leticia continuaba rodeada por un grupo cada vez más grande de vecinos.

-          - ¿Qué sentiste? ¿Pudiste ver algo? – Preguntaban ansiosos mientras se interrumpían entre sí.

-          - Primero sentí que alguien me tocó el pelo, entonces me di vuelta y no había nadie.

-          - ¿Y qué más? – Continuaban interrogando.

-        Algo me rozó la mejilla y continuó hacia mis labios. Después vi como una sombra con el rabillo del ojo que se alejaba rápidamente. Luego nada más.

Los vecinos asentían con la cabeza y algunos afirmaron, casi al unísono:

-          - ¡Fue él!

El grupo lentamente se fue separando, mientras algunas de las señoras del pueblo tranquilizaban a Leticia y le explicaban la historia de Paulo. De como “aparecía” dos por tres, cuando alguna muchacha nueva llegaba al pueblo.

-          - Pero no vuelve. – Le dijo una de las vecinas, intentando tranquilizarla.

-          - Solo les pasa una vez, solo a las nuevas. Después desaparece un tiempo, hasta que viene alguna otra muchacha. – Continúa en su afán de bajar el miedo de Leticia.

Esa era más o menos la realidad del pueblo desde hace muchos años, cada dos por tres, el fantasma enamorado daba la “bienvenida” a las muchachas solteras que visitaban Aceguá.
Algunas habían sentido una mano sobre la suya o escuchado un susurro inentendible muy cerca de su oído. Al final todas relataban lo mismo, esa presencia desaparecía rápidamente, como si se hubiese equivocado.

Para Leticia, una persona bastante asustadiza y supersticiosa, la experiencia no había sido muy grata, por lo que al poco tiempo decidió volver a Montevideo y alejarse de toda posibilidad de volver a encontrarse con el fantasma.

Al llegar, no dudó en contarle a su grupo de amigas de su sobrenatural aventura.
La noticia corrió de boca en boca entre amigas y amigas de amigas, hasta que llegó a los oídos de Clara.

Clara estaba estudiando periodismo y la historia de un “fantasma enamorado” no pudo llegarle en mejor momento. Había comenzado a trabajar hacía poco en un portal de internet, allí se encargaba de buscar y relatar historias de gente común, relatos simples que ella se encargaba de transformar en coloridas aventuras.

Unos días después de enterarse de la historia logró contactarse con Leticia. Esta le dio todos los detalles que Clara necesitaba para poder ir a investigar por su cuenta.

El viaje no fue demasiado largo, pero para alguien con la ansiedad de Clara, pareció eterno. Casi no pudo dormir.

Al llegar a Aceguá, luego de acomodarse en una habitación que alquiló en el fondo de una casa de familia, se dirigió primero al almacén que Leticia le había indicado, allí donde tuvo su experiencia paranormal.

Allí entrevistó a la dueña del almacén y a varios vecinos. Luego fue también a la peluquería y a una inmobiliaria, donde hace un par de años había ocurrido un episodio similar.

Al final del día, Clara volvía a su habitación, con la libreta llena de anécdotas de todo tipo, algunas graciosas y otras describiendo el encuentro con el fantasma como un episodio traumático para su protagonista.

Alguna vecina le había advertido.

-          - Tené cuidado. Mira que le gustan las lindas, como vos.

Pero ella no tenía tiempo para ocuparse de miedos o andar esquivando fantasmas.

Al llegar a su habitación se dispuso a transcribir sus notas a la computadora y preparar el primer informe, que pensaba publicar el fin de semana, como una serie de 3 o 4 entregas.

No llegó a progresar mucho porque arrastraba el cansancio del viaje y del trajín del día, así que dejó sus notas en el improvisado escritorio que había hecho con una mesa ratona apoyada sobre su valija, apagó la computadora y se dispuso a descansar para continuar al siguiente día.

A la mañana siguiente, la dueña de casa le golpeó la puerta para despertarla y ofrecerle un café caliente de desayuno y unos panes caseros con manteca y azúcar como ellos acostumbraban a comer.

Al volver a su habitación, para prepararse para una nueva jornada, notó que su pelo se arremolinó de repente, a pesar de la falta de viento que lo provocara.
No le prestó atención, ni lo relacionó en ese momento con el hecho que había venido a investigar.

Al llegar a su escritorio notó que la pantalla de la computadora estaba encendida y el escrito que había comenzado la noche anterior tenía un título que ella no recordaba haberle puesto.
“El fantasma enamorado” encabezaba el relato.

Releyó las notas y la transcripción y nada más le parecía extraño. Seguramente había sido un olvido, causado por el cansancio.

Emprendió nuevamente el camino hacia el centro del pueblo, allí entrevistó al comisario, quien con el correr de los años había recibido incontables denuncias que nunca tuvieron mayor progreso, más allá de los testimonios que coincidían en algunos detalles, no había mucho de donde agarrarse para una investigación. Y la verdad, al comisario tampoco le agradaba mucho eso de andar al pendiente de un fantasma, mucho menos si era inofensivo, más allá de algún susto.

Luego de la visita a la comisaría, Clara volvía sobre sus pasos del día anterior y visitaba la peluquería, donde luego de entrar, se detiene en seco y da la vuelta como confundida.

-          - ¿Te pasa algo? – Preguntó Julia.

-         -  Pensé que alguien me llamaba. – Contestó.

-         -  ¿Cómo?

-          - Alguien dijo “Clara”. – Continuó describiendo, algo preocupada.

-          - Lo sentí como si estuviese acá. – Prosiguió, señalando con el dedo la puerta que estaba tras de ella.

Todas en la peluquería se miraron y asintieron, era él, nuevamente.

-         -  ¿Sentiste algo más? – Continuó el interrogatorio.

-          - No, nada. Solo mi nombre.

Ahí volvieron a explicar lo que ya habían hablado con ella el día anterior, mientras relataban historia de otras apariciones. Él aparece, da algunas señales y luego desaparece.

Entonces Clara, repensando unos segundos, recuerda el remolino que desacomodó su pelo, provocado por un viento inexistente y las inexplicables palabras que aparecieron en su computadora. Sin estar muy segura, decide contar estos episodios y su posible relación con este último hecho.
Esto descolocó a sus espectadoras, el fantasma normalmente no vuelve a aparecer con la misma muchacha. Tampoco había decidido presentarse de forma tan explicita como en ese texto, ni se le había entendido nunca ninguno de los susurros que algunas experimentaban.

El clima de la peluquería comenzaba a cambiar, ya algunas caras mostraban una mezcla de preocupación y asombro ante un comportamiento que no habían visto anteriormente.

Clara, sin embargo, luego del susto inicial, decidió continuar con su trabajo, el que más allá de que ahora incluiría alguna referencia personal, no había modificado su objetivo, llevar esa historia (que cada vez se ponía más interesante), a sus lectores.

Al llegar la tardecita, volvió a su habitación a continuar con la transcripción de sus notas. Nada raro había vuelto a pasar, por lo que ya esta aventura había vuelto a ser solo periodística.

A la noche fue a cenar con sus anfitriones a la casa del frente. Unos canelones de verdura, bañados en un delicioso tuco y mucho queso. Acompañados con una copa de vino tinto y como postre unos panqueques con dulce de leche. Ni el mejor restaurante del pueblo la hubiese tratado tan bien.

Al finalizar la cena, luego de saludar a la pareja dueña de casa, volvió a su habitación a continuar con su trabajo y luego dormir temprano para estar fresca en su tercer y último día en Aceguá.

Una vez en la habitación, sentada en la cama mientras escribía en su computadora, sintió un frio que le corría por la espalda. Se levantó a cerrar la ventana.

-          - ¡Clara! – Se escuchó detrás de ella.

No pudo evitar el susto y reaccionar con un fuerte grito de terror.
Al darse vuelta, nuevamente, la habitación vacía.

-          - ¡Paulo! – Respondió, con la esperanza de que no hubiese respuesta.

Nadie respondió, por lo que se dirigió hacia la cama nuevamente, hasta que se paró en seco al encontrarse con un obstáculo invisible que le impedía avanzar.
No tuvo tiempo de entender que pasaba cuando en su boca sintió el beso.

El paso atrás fue inmediato, pero algo había cambiado… ya no era miedo lo que sentía, más allá de la sorpresa, sintió el gusto de unos labios conocidos.
El instinto la llevó de nuevo hacia adelante, en busca de esos labios invisibles que ahora ella buscaba besar.

Los encontró con facilidad, como si los estuviese viendo.
No encontró resistencia, el beso fue todo lo que esperaba sin siquiera saber que lo necesitaba.
Sus brazos abrazaron el espectral cuerpo del fantasma que ahora se sentía tan real.

Al abrir los ojos, Clara, vio los ojos de Paulo, que empezaban a aparecer al mismo tiempo que el resto de su figura se iba tornando física.
Era algo más alto que ella, morocho y mantenía su apariencia joven. De pronto le parecía el hombre más atractivo que había conocido y su compañía era lo único que necesitaba en ese momento.
La cara del fantasma, ahora que se volvía visible, estaba adornada por una dulce y amplia sonrisa. Sus ojos brillaban mientras observaban fijamente los ojos de Clara.

-          - ¡Te extrañe! – Le dice Paulo.

La sorpresa de Clara fue total, pero duró solo un segundo.

De pronto, todos los recuerdos llegaron a ella. De como Paulo, su amado Paulo había salido de su casa esa noche de tormenta. Recordó cuando le dieron la noticia del accidente y como su corazón se rompió en mil pedazos.
También revivió los meses de tristeza que la llevaron a la depresión y a que sus padres desahuciados decidieran internarla en un psiquiátrico. Y como, luego de un tiempo, todo se apagó.

-          - ¡Me encontraste! – Atinó a pronunciar Clara.

El momento romántico se cortó en seco cuando el dueño de casa, junto con su esposa derribaron la puerta de la habitación. Habían venido corriendo luego de escuchar el grito de Clara y el fuerte golpe que vino después.

Clara y Paulo se dieron vuelta de inmediato a observar a la pareja anfitriona que interrumpía su romántico reencuentro.

La señora de la casa, aterrorizada, dejó escapar un fuerte grito.

Clara seguía confundida ante la intromisión y esta reacción de la señora, la cual se negaba a mirarla a los ojos, mantenía su aterrorizada mirada en el piso.
Cuando Clara por fin bajó la mirada al piso que estaba bajo sus propios pies, siguiendo los ojos de la señora, pudo ver el motivo de su cara de terror.

Allí estaba ella misma, o lo que quedaba de ella.
Clara yacía inanimada, totalmente pálida y con los labios de un fuerte color rojo, la marca de su último beso.

viernes, 24 de noviembre de 2023

Perros de la Calle

- ¡Salí de acá! – Gritó Sergio, mientras corría atrás del pequeño ladrón.

Amagó a tirarle una patada, pero se frenó justo a tiempo. Sabía que no lo iba a alcanzar, y a pesar de la bronca de los constantes robos de los que era objeto, le daba cosa pegarle, era “el cachorro”, el más chico de la “manada”.

-          ¡Perro de mierda! – Gritó nuevamente, mientras frenaba ya su carrera y veía a la distancia como el criminal se alejaba corriendo mucho más rápido que él, con las manzanas recién robadas de su frutería.

En la esquina, esperando que llegara su hermano menor con el “botín”, estaba Pablo (alias “el perro”, el hermano mayor de los 3), con un par de piedras en la mano y dispuesto a usarlas como método de disuasión en caso que Sergio esta vez lograra alcanzar al ladrón de manzanas.

Al llegar a la esquina, a salvo junto a su hermano, Mateo (“el cachorro”) mostró el botín, 4 manzanas que apenas podía aguantar envueltas en su remera, apretada entre las manos. Había logrado robar 6, pero un par se perdieron en el camino, y no había chances de volver por ellas.

Cargando la merienda recién obtenida, “el perro” y “el cachorro” se dirigen hacia la esquina de la Rambla y Ciudadela, donde paraban a veces en la tarde para pasar el rato y comer algo rico. Hoy tocaba manzanas.
Allí los esperaba Dylan (alias “el cusco”), el hermano del medio, apenas un año y medio mayor que Mateo, el más tranquilo de los tres.

La “manada” completa se quedaba ahí esperando el paso de las horas, luego, cuando ya se hacía de noche, volvían a la puerta de un garaje abandonado, donde pasaban la noche, envueltos en la misma frazada agujereada, tirados arriba de unos cartones.
Algunas noches, cuando ya nadie caminaba por esas veredas del Barrio Sur y las luces de la calle no habían prendido, a Mateo lo invadía el miedo que todavía le daba la oscuridad, a pesar de ya haber pasado casi un año desde que terminó en la calle junto con sus dos hermanos, a sus jóvenes 7 años hay cosas que aún costaba acostumbrarse.
Pablo, como buen hermano mayor, había desarrollado un método para tranquilizar a Mateo, sin importar la hora de la noche, cuando notaba que los miedos asechaban a su hermano, “el perro” empezaba a ladrar tan fuerte como podía, acto seguido, Dylan y Mateo lo emulaban también a los gritos. A Mateo aún no le salía bien el ladrido, un “woof, woof” agudo que despertaba la risa de los hermanos.

Los vecinos ya los conocían, sabían que eran ellos los que ladraban. Alguno de estos vecinos, ya cansado, sacaba la cabeza por la ventana y les gritaba que se callaran.

-          ¡Basta loco, son las 3 de la mañana! – Luego venía la puteada - ¡La puta que los parió, vayan a joder a otra parte!

Mateo se callaba inmediatamente, pero Pablo y Dylan seguían un rato más, un par de puteadas más y se callaban.

Parecía una inocente broma para quien los viese desde afuera, pero para ellos era una forma de saber que no estaban solos en esa oscuridad agobiante, incluso una puteada era bienvenida, era señal de que alguien sabía que estaban allí.

Esta costumbre fue la que le dio los apodos al grupo, “el perro”, “el cusco” y “el cachorro” ya eran conocidos en el barrio. A veces algún vecino que se los cruzaba les reprochaba los ladridos de la última noche y ellos se reían mientras le mentían en la cara.

-         Nosotros no fuimos, debió ser algún perro de ustedes. – Y se iban riendo, dejando al vecino con más bronca de la que venía.

Eran un grupo molesto, pero que salvo por algún crimen menor (como el robo de unas manzanas, o los ladridos nocturnos) no causaban más problemas que andar a las corridas de allá para acá, pidiendo alguna moneda a los choferes de los autos estacionados que salían (cuando el cuida-coche de la cuadra no estaba, claro está).

Dos o tres veces a la semana iban a la parroquia del barrio, ahí el padre Esteban les daba algo para comer, agua y alguna charla de Dios. Mateo sentía un calorcito en el pecho cuando el cura les decía que ese Dios los veía siempre y que los amaba. Lo inalcanzable e invisible de ese Dios no parecía importarle, algo de amor siempre era bienvenido.
Igual después Pablo se encargaba de romper la magia, cuando abandonaban la parroquia y volvían a su rinconcito del barrio con la panza llena se despachaba con sus burlas, tanto al cura que los intentaba convencer de ir a un hogar del MIDES como burlas a ese Dios que nunca había visto ni les había hecho ningún favor. Si realmente existía, “los milagros deben ser para los ricos” – pensaba – a Pablo y su manada, no les había tocado ninguno.

Los años pasaron, ya Pablo había llegado a los 17, Dylan estaba por cumplir los 13 y Mateo con apenas 11 años.

Se habían vuelto más osados y los hurtos ya incluían alguna billetera o monedero de algún peatón descuidado. Se quedaban con el dinero y descartaban el resto en plena carrera.
Un día, un vecino ya cansado de la conducta cada día más violenta de “la manada”, había llamado a la policía, que logró atrapar a los dos más chicos.
El comisario quería mandarlos a un hogar del INAU, los había logrado hacer entrar al patrullero y desde lejos, Pablo (que había logrado escapar), divisaba como se le estaba por desaparecer la poca familia que le quedaba, así que corrió atrás del patrullero y en una esquina que este se detuvo, alcanzó la puerta del lado derecho del auto y la abrió mientras gritaba “corran”, algo que sus dos hermanos hicieron como si no hubiese un mañana.

Al día siguiente, ya se habían mudado de barrio, a otro paramo abandonado, esta vez, una plaza con una garita policial en ruinas se convirtió en su nueva guarida.

En el nuevo barrio, sin la mirada de aquellos vecinos que los conocían desde hace años, se fueron animando a más.

El día que todo cambió, Pablo estaba trabajando de limpiavidrios en una esquina de Joaquín Requena y Víctor Haedo. Allí paró un auto de alta gama, conducido por un hombre ya mayor y una señora de acompañante.
Pablo, sin siquiera esperar la aprobación del hombre, le echó agua con jabón en el parabrisas para comenzar a limpiar. Esto fue respondido con un insulto del hombre, que poniendo el freno de mano al auto se dispuso a bajar para discutir con el atrevido muchacho.
Mientras este señor se encargaba de recitarle varios insultos a Pablo, Dylan apareció por el lado derecho del auto, aprovechando que la ventana estaba baja y que la señora llevaba su cartera sobre la falda, la tomó y comenzó a correr.

Pablo corrió hacia el otro lado dejando atrás al hombre que ya había dejado de prestarle atención debido a los gritos de su esposa que pedía que detuvieran al ladrón que se llevaba sus pertenencias.

La carrera de huida de Pablo se cortó en seco cuando escuchó el tiro.

Ninguna bala había alcanzado a Pablo, pero los gritos le hicieron pensar lo peor, así que dio la vuelta y corrió hacia el auto nuevamente, donde el hombre estaba aún parado junto a la puerta del chofer, con un arma en la mano, y la señora, que había salido del otro lado, se tomaba la cabeza.

-          ¿Cómo le vas a tirar?, si es un nene. – Dijo la señora, increpando a su marido.

Pablo llegó al fin al auto y vio a Dylan en el piso, quejándose de dolor por la bala que le entró por la espalda.

Al rato llegaron las ambulancias y la policía, a Dylan se lo llevaron al hospital Maciel y a Pablo lo subieron a un patrullero esposado. A otro patrullero subieron al hombre del arma.

Pablo salió a las pocas horas, si bien estuvo en el momento del hurto, los testigos lo ubicaban en el lugar del hecho, pero ninguno pudo probar que estuviese involucrado.

Fue a buscar a Mateo y se fueron para el Maciel, no los dejaron entrar a ver a Dylan, pero les dijeron que la situación era compleja y que después de la cirugía para sacar la bala e intentar cerrar las heridas internas que tenía, podía pasar varias semanas en el hospital.
El doctor también había dicho que por la seriedad de las heridas había un riesgo alto. Mateo no entendió bien, pero Pablo sabía bien a que se refería.
Pasaron la noche en la sala de espera de la emergencia del Maciel, tirados sobre las sillas durmiendo de a ratos.

Cuando el doctor salió a la sala de espera en busca de los familiares de Dylan, Pablo se paró de inmediato y corrió hacia la puerta. Mateo, que se acababa de despertar por el movimiento brusco de Pablo, apenas reaccionó y llegó unos segundos después a donde su hermano ya había quedado solo, llorando. Dylan había muerto.

Ese episodio marcó un antes y un después para ambos, sobre todo para Pablo, que siempre había asumido una responsabilidad en cuidar a sus hermanos menores luego de que su madre los abandonara.
La tristeza lo empezó a consumir y con el tiempo también las drogas, las que una vez fueron su escape de la realidad, pasaron a ser su prisión.

Unos meses después, Mateo se despertó y no lo encontró. Por más que lo buscó por los lugares que comúnmente frecuentaban no aparecía. Pablo se había ido.

Mateo hizo cuentas (todas eran restas), nunca conoció a su padre, su madre lo había abandonado, su hermano había muerto hacía unos meses, y ahora su hermano mayor, la única figura paterna que había conocido, también desaparecía.

Casi por instinto fue hasta la parroquia del padre Esteban, que lo reconoció de inmediato, pero también de inmediato se dio cuenta que algo había cambiado en él además de su edad.
Preguntó por el resto de “la manada” y recibió las noticias que tanto había temido. Siempre supo que ese grupo tenía un destino oscuro, quiso ayudarlos incontables veces, pero nunca lo logró. Ahora, tenía frente suyo al único al que todavía podía rescatar, por lo que se dispuso a convencer a Mateo de que lo acompañara a un orfanato que Esteban conocía, donde lo iban a poder ayudar a salir de la calle y tal vez encontrar un futuro mejor.

La idea, a Mateo, no le agradaba mucho, pero la alternativa era volver a la calle, solo, sin la protección y el cariño de su hermano mayor. Esa idea se veía peor, así que aceptó ir al orfanato.

Allí le dieron una cama cómoda, no era ningún lujo, pero comparado con dormir sobre cartón en una vereda, tapado con una frazada agujereada, era una diferencia abismal.
Le daban comida, le enseñaban a leer y escribir, lo enseñaban a asearse y cuidarse.
Con el tiempo, esa vida lo fue convenciendo, y casi sin quererlo empezó a olvidar su vida en “la manada”, aunque dos por tres, cuando el perro del orfanato ladraba sin cesar, él le respondía brevemente con ese “woof, woof” que lo hacía recordarlos.

Como parte de las actividades de inclusión que tenía el orfanato, los internos de más edad hacían trabajos simples para ayudar a la comunidad y ganar algunos pesos para ellos. Hacían mandados para algún vecino con problemas de movilidad, cortaban el pasto en casas de la zona, o paseaban algún perro.
Mateo se había ganado fama de ser bueno para la jardinería, por esto era recurrente en la casa de la familia Salinas que estaban orgullosos de su jardín y siempre lo mantenían cuidado.
En esa casa lo trataban con un cariño y respeto que nunca había sentido en sus años de dolorosa peregrinación por la vida, tanto que a veces lograban pasar la fría y dura coraza con la que Mateo trataba al resto de las personas con las que interactuaba.
Claudia y Julián - los Salinas-, eran una pareja de mediana edad, sin hijos, amables y simpáticos, pero que a veces mantenían un semblante de tristeza reprimida, tal vez por eso, Mateo, conectaba con ellos.

Uno de esos días de trabajo en el jardín (mientras tomaba un refresco que le había alcanzado Claudia), Mateo le preguntó porqué no habían tenido hijos.
Claudia bajó la vista y su sonrisa desapareció tan rápido que Mateo supo al instante que era algo que no debía preguntar.

-          Si tuvimos un hijo, hace 4 años – Respondió Claudia, luego de unos segundos.

-          Pero se nos fue a los pocos meses de nacido – Sentenció, mientras una lagrima comenzaba a recorrer su rostro.

A Mateo se le arrugó el corazón, esa tristeza de la pérdida le era conocida.
Casi sin pensarlo la abrazó, ese abrazo que él tanto había esperado de otros ahora le correspondía a él brindarlo. Ella aceptó el gesto y devolvió de la misma forma con sus brazos alrededor de Mateo, como si supiese que él también lo necesitaba. En el pecho de Mateo volvió a sentir ese calorcito que le recordó cuando de niño escuchaba las historias del padre Esteban sobre un Dios que lo amaba.

Luego del abrazo, estando también vencido por la emoción, Mateo, decidió contarle parte de su historia, de su pasado en “la manada”, de sus hermanos y del abandono.
La sesión terminó con otro abrazo, esta vez ofrecido por Claudia.

Con el paso de las semanas y los meses, el apego de Mateo con la familia Salinas se volvía más fuerte.
Julián, enterado del episodio de los abrazos a través de Claudia, también le había tomado más cariño y a veces lo buscaba para conversar de la vida.
Tanto fue así, que un día, cuando Mateo llegó a la casa de los Salinas a realizar sus tareas de jardinería, Claudia y Julián lo sorprendieron con una propuesta, si él quería, ellos estaban dispuestos a adoptarlo.

Mateo, que ya tenía casi 15 años, sabía que ser adoptado a esa edad era casi imposible, y ya se había hecho a la idea de salir a buscarse la vida a los 18 cuando en el orfanato no le pudieran dar más alojo.
Es que las adopciones casi siempre eran con niños pequeños, para no tener que lidiar con alguien con un pasado complejo, como el de él.

Meses después, Mateo había dejado el orfanato y ya vivía en la casa de los Salinas.
Atrás habían quedado las noches de ladridos, las manzanas robadas, las corridas y los miedos.

Años después, Mateo Salinas era un alumno matriculado en la facultad de veterinaria, tenía un trabajo estable en un almacén mayorista manejando un montacargas y se había comprado un auto (con ayuda de sus padres).
Quien lo viera hoy por la calle no podría conectar a este joven con tantas esperanzas de futuro, con aquel niño con tantas carencias y dolores del pasado.

Aquel día, mientras Mateo iba al trabajo en su auto, tuvo que frenar detrás de una fila de autos detenidos por lo que él creía era un accidente o una manifestación, no prestó mucha atención y se dispuso a revisar su celular.
Delante de la fila, la discusión entre un taxista y un hombre que limpiaba parabrisas a cambio de algunas monedas era lo que detenía el tránsito. El taxista le increpaba al limpiavidrios a los gritos por haberle tirado agua y jabón en el parabrisas cuando él claramente la había indicado que no lo hiciera.

El limpiavidrios intentó recuperar su lampazo y su botella, que le había quitado el taxista durante la discusión. Pero lo único que obtuvo fue un empujón que lo dejó de espaldas en la calle, siendo apenas esquivado por un auto que venía en sentido contrario.

Los bocinazos de la fila de autos detenidos junto con la frenada del otro auto que apenas esquivó al limpiavidrios hicieron que Mateo prestara atención, y como veía que esa situación iba para largo, puso el freno de mano al auto y descendió para ver más de cerca y si era posible intervenir para que la situación se solucionara y él pudiese seguir su camino.

El limpiavidrios era un pobre tipo, vestido con una ropa sucia y desgastada, con la barba sin cortar hace meses, muy flaco y con un semblante débil y triste.
El instinto de Mateo lo llevó a decir lo único que podía decir en el momento que lo reconoció.

-          Woof, Woof – Repitió varias veces con la voz aguda y quebrada.

En la esquina, el limpiavidrios quedó inmóvil, al instante reconoció al “cachorro” como si fuese ayer que lo hubiese escuchado por última vez.
Cuando se dio vuelta, Mateo ya estaba llegando, corriendo con los brazos abiertos, como cuando tenía 7 años, llegó hasta Pablo y lo abrazó sin decir nada. Lo abrazó con tanta fuerza que por un instante le quitó el aliento.

El corazón de Pablo volvió a ese mismo tiempo en que la manada estaba unida, se olvidó de la discusión con el taxista, de su lampazo y su botella.

El taxista observaba desde la puerta de su auto, asombrado el cambio de situación. Luego de unos segundos decidió subirse al taxi y continuar camino.

El confundido taxista, ya alejándose de la situación miró su espejo retrovisor por última vez, fue cuando el escalofrío lo invadió.
Desde el espejo veía que en la esquina ahora eran tres fundidos en un abrazo, los dos hombres -Pablo y Mateo- y una figura poco clara, más baja y semitransparente, como una bruma apenas visible, pero que se aferraba a sus dos hermanos con fuerza, como en aquellas noches de oscuridad.

La manada estaba unida, una vez más.