Final feliz
Esa tarde de otoño no tenía nada de especial.
Los pasillos del hospital permanecían
tranquilos y algo sombríos a esa hora, donde todavía no se encendían las luces
de noche y el sol ya retiraba lentamente su brillo de las ventanas.
El silencio en la habitación de Silvio era apenas interrumpido por el lejano
sonido de unos pasos y una tos seca que se escuchaba a distancia.
El viejo permanecía tendido en su cama, inmóvil,
callado, disfrutando la paz de los últimos rayos de luz solar que entraban a su
habitación.
Hacía un buen rato que su acompañante había terminado el turno, pero igualmente
permanecía en la silla junto a la cama del viejo, regalándole unos minutos extras
mientras esperaba la llegada de la hija de Silvio que la reemplazaría como
todos los días.
- – Debe haber perdido el ómnibus – Dijo ella, cortando el silencio, disimulando su molestia.
Él, movió los ojos en dirección de la
enfermera y asintió levemente con la cabeza, intentando también esbozar una
sonrisa que disimulara la preocupación por el retraso de su acompañante nocturna.
Su hija acudía diariamente al hospital
desde que Silvio quedó internado hacía ya nueve días. Y siempre llegaba
puntual, a las 18:30 horas, luego de liberarse de su trabajo.
Pero hoy ya habían pasado más de veinte minutos
de la hora y aún no llegaba.
La situación del viejo había ido empeorando
con los días, pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Los sucesivos
incrementos en las dosis de calmantes habían ido restringiendo su tiempo de
vigilia y la fatiga física ya le impedía levantarse de la cama.
Solo hablaba ocasionalmente, cuando era absolutamente necesario y su
agotamiento se lo permitía.
El cáncer había avanzado rápida e implacablemente desde que retornó hacía un
par de meses. Además, a su edad los tratamientos solo aumentaban el riesgo de
empeorar su estado, por lo que a esta altura solo le estaban aplicando cuidados
paliativos.
El pronóstico era el único esperable en esa
situación… solo un milagro podría salvarlo.
Él ya había aceptado su destino y solo
quedaba esperar que el proceso se diera sin mayor sufrimiento.
La enfermera, que ya se estaba sintiendo
incomoda ante la situación, al fin se levanta de su silla y camina hacia el
pasillo mientras le muestra el teléfono en la mano a Silvio y le dice:
- – Voy a llamarla.
El viejo solo logra escuchar unos susurros
mezclados con pasos que se alejan lentamente, hasta perderse nuevamente en el
silencio de los pasillos del hospital.
Unos minutos después, los pasos vuelven a aparecer y acercarse como amontonados,
pero en esta ocasión acompañados de otros murmullos.
La puerta se abre y por fin entra Manuela, la
hija de Silvio, junto con la enfermera. Esta última toma sus pertenencias,
saluda al viejo y lo deja a solas con su hija.
Manuela permanecía en silencio, mirando al piso como arrepentida, pero no era
su tardanza lo que la apenaba.
- – Estaba preocupado. – Dijo él, forzando la voz.
- – Perdón, surgió algo. – Respondió ella, aún sin levantar la mirada.
- – ¿Está todo bien? – Preguntó Silvio, preocupado.
- – Vine con mamá. – Prosiguió Manuela, mientras levantaba la mirada en busca de la señal de disgusto ante lo que ella sabía, había sido un error.
La habitación quedó en silencio nuevamente.
Silvio e Isabel estaban separados hace más
de ocho años y habían cortado toda comunicación hacía seis.
En aquel tiempo, el profundo amor de juventud de la pareja se había ido
desgastando y con el primer diagnóstico de cáncer de Silvio, él se fue
volviendo un auténtico gruñón.
Al principio, debido a la poca libertad que
le daban los agotadores tratamientos se refugió en su casa y respondía de mala
gana a cualquier intento de ayuda.
- – ¿Querés salir a tomar un poco de aire fresco? – Le ofrecían repetidamente.
Si estaba en un buen día, solo los
ignoraba. Y no, no querías encontrarlo en un mal día.
Con el tiempo se fueron sumaron secuelas
físicas y sicológicas de la enfermedad que lo volvieron un auténtico ogro insoportable.
Isabel lo soportó estoicamente durante todo el proceso. Fueron unos meses
duros, hasta que el doctor les dio la ansiada noticia de la remisión de la
enfermedad.
Pero el diagnóstico positivo no tuvo el
impacto esperado. Silvio, no volvió a ser el de antes, el gruñón se le quedó
dentro.
Seguía enojado con la vida y se desquitaba con su esposa y todo aquel que
quisiera ofrecerle una imagen positiva de su recuperación o futuro.
Esto fue menguando la paciencia de Isabel y terminó desembocado en la
separación y el posterior alejamiento definitivo.
- – Que pase. – Le dijo al fin Silvio a su hija.
Manuela se vio sorprendida por el tono del
pedido. En lugar del rezongo o la resignación ante algo tan inesperado, lo que
escuchó en la voz del viejo, a pesar de su dificultad para respirar, era
emoción, alegría.
Al salir Manuela, entró Isabel, también
caminando con dudas y mirando el piso, sin saber bien que esperar.
Esa tarde de otoño no tenía nada de
especial, hasta que ella entró en la habitación.
Los ojos del viejo se iluminaron y su
corazón volvió a retumbar en su pecho como en esa olvidada juventud.
- – Perdón. – Logró decir Silvio, instintivamente.
- – “Te extrañé” – Habrían dicho sus ojos si pudiesen hablar.
Ella, reaccionando automáticamente se
acercó llorando a él, tomándolo de las manos y besando sus labios con la
ternura de aquel primer beso de su juventud.
- – Te amo. – Susurró luego al oído de Silvio.
Luego, dejó caer suavemente su cabeza en el
pecho del viejo, logrando escuchar los vívidos latidos del renovado corazón que
hasta hacía unos momentos retumbaba cansado, con dificultad y falta de ritmo.
El rostro apesadumbrado de Silvio había
desaparecido casi inmediatamente y la sonrisa ya no le cabía en la cara.
Sin saberlo, Isabel trajo consigo el ingrediente mágico que Silvio necesitaba, el
perdón.
Silvio inspiró profundamente como hacía
tiempo no lo hacía.
La cabeza de Isabel aun apoyada, acompaño
el movimiento del pecho hacia arriba y hacia abajo mientras el aire llenaba y
luego abandonaba sus pulmones.
Silvio se fue, instantes después.
Se fue... feliz.