lunes, 15 de diciembre de 2025

Inolvidable

Eran ya pasadas las diez de la noche del viernes y Ricardo comenzaba a cerrar las cortinas metálicas del bar.

Dentro, los pocos parroquianos que quedaban entendían la indirecta y ya se disponían a abandonar sus mesas.

Un tiempo después, cuando ya había cerrado la caja y estaba chequeando que todo haya quedado ordenado, se dio cuenta que en la última mesa del fondo todavía quedaba una persona. Sentado en la silla, pero con el torso recostado sobre la mesa, durmiendo, se encontraba un señor mayor.

Ricardo lo recordó de inmediato, había entrado hacía algo más de 2 horas, pidió un café y luego, ante las reiteradas preguntas sobre si quería algo más, repetía que estaba esperando a alguien y que cuando esta persona llegara ordenarían algo.
Claramente, su acompañante no llegó.

-        – ¡Señor! – Reclamó Ricardo, esperando despertar al hombre.

-        – ¡Señor, por favor! – Repitió mientras le tocaba el hombro para llamar su atención.

Esta última acción tuvo éxito inmediato y el hombre se levantó de la mesa asustado y desorientado, buscando a su alrededor algo para poder ubicarse.

-        – ¿Señor, se encuentra bien? – Continuó Ricardo, preocupado por el semblante confundido del sujeto.

-        – Si, si, estoy bien. – Llegó a contestar.

-        – Estamos cerrando. ¿Quiere que le pida un taxi? – Dijo Ricardo, intentando ayudarlo.

Al cabo de unos segundos, Pedro se dirigió hacia la puerta - sin mediar palabras con Ricardo - y siguió de forma decidida por la misma vereda del bar hasta perderse en la noche.

Caminaba decidido, pero repitiendo en su cabeza la misma pregunta:

-        – ¿Por qué no habrá venido?

Una semana antes, en uno de los paseos que acostumbraba a disfrutar a media tarde, recorriendo los infinitos senderos que atravesaban el Parque Batlle, conoció a Mabel.
El cabello gris y las notorias arrugas en su rostro daban testimonio de una vida entrada en años, pero Pedro todavía no tenía la confianza para preguntar cuántos.

La charla ligera que llevaban mientras caminaban por las serpenteantes veredas se transformó rápidamente en conversación simpática pero profunda entre nuevos amigos al sentarse a la sombra de un frondoso ibirapitá.

Al cabo de un buen rato, volviendo a tomar conciencia de la hora, Pedro le había insinuado que le gustaría volverla a ver. Ella asintió gustosa y comentó de un bar cerca del Hospital de Clínicas en donde había disfrutado de buenos postres y algún que otro licor. Él, repitió para si mismo las referencias que le habían dado y se despidió con la promesa de volver a verse el siguiente viernes por la noche.

Pero ella nunca llegó.

Un par de días después, caminando por los mismos senderos del parque la volvió a ver, sentada en el mismo banco bajo la sombra del ibirapitá.

Sorprendido, no dudó en acercarse.

-        – Hola, Mabel, ¿cómo estás? – Comenzó amistosamente Pedro.

Ella lo miró con cara de desconcierto. Este hombre sabía su nombre, pero no lograba encontrar en su cabeza más pistas sobre él que las de un rostro conocido pero anónimo y distante.

-        – ¡Perdón! Se que lo conozco, pero no logro recordar su nombre. – Respondió Mabel, generando en Pedro una reacción de sorpresa aún mayor.

-        – A veces pierdo un poco la noción de algunas cosas. – Continuó. – A mi edad la memoria me falla dos por tres.

Pedro entendió la situación y se compadeció un poco de Mabel, aunque también sintió un poco de frustración al recordar el entusiasmo con que esperó durante días ese encuentro y la desazón al tener que volver solo aquella noche a su casa.

-        – Nos conocimos el otro día – Comenzó entonces su explicación.

Ella asistió asombrada al relato de un coqueteo olvidado y un compromiso fallido que recién ahora podía lamentar.
Con el pasar de los minutos, luego de las sentidas disculpas de Mabel, ella y Pedro volvían a recorrer conversaciones y coincidencias que lograban disipar los problemas de este pasado reciente.

Él insistió en el interés y quiso asegurarse un próximo encuentro, por lo que luego de volver a convencer a Mabel de repetir la cita, le pidió la pequeña libreta que minutos antes ella le había contado que utilizaba para guardar teléfonos importantes y otras cosas que no quería olvidar.
Pedro anotó su nombre, su teléfono y como se habían conocido, para asegurar que mediante el contexto fuese más fácil recordarlo. Además, le dejó anotado el nombre del bar, el día y la hora en que se encontrarían nuevamente. Luego se despidió, esperanzado con que esta vez su cita se presentaría.

Corrían las siete y veinte de la tarde del miércoles en el bar de Ricardo cuando arribó nuevamente Pedro, que lo saludó amablemente y volvió a dirigirse hacia la misma mesa del fondo.

Cuando Ricardo se acercó a preguntar si deseaba algo para tomar, él le pidió un café y luego dijo optimista:

-        – ¡Esta vez sí vendrá!

Ricardo lo reconoció en ese momento y le respondió con una sonrisa de aprobación mientras volvía a la barra a preparar el café.

Unos minutos después, a las siete y media en punto, entró Mabel. Miró el bar y vio a Pedro en la mesa del fondo que le hacía señas. Hacia allí fue, esbozando una sonrisa.

-        – ¡Te acordaste! – Exclamó Pedro entusiasmado, mientras se levantaba y ofrecía una silla a Mabel.

-        – Me ayudó mi libreta. – Respondió ella, mostrando la nota en la libreta, resaltada en amarillo.

Al comenzar la conversación, Mabel comentaba que, si bien fue capaz de recordar su encuentro previo al revisar su libreta, debió repasar en su mente repetidas veces los hechos, hasta que se hizo una buena idea de la razón por la que debía asistir a esa cita escrita en su libreta en una letra que claramente no era la de ella.

Pedro intentó llenar los vacíos de la historia, repitiendo aquello que sabía que había funcionado y omitiendo los fallos de sus anteriores encuentros, aprovechando a su favor la menguada memoria de su compañera.

Al finalizar su cita, Mabel tomó nuevamente su libreta y agregó unos párrafos a las referencias que le había dejado Pedro. Comentó de la galantería de su acompañante y de las risas que había logrado sacarle con sus tontos chistes.
También agregó referencias a su nuevo acuerdo de encuentro, sería entre semana y bajo el mismo árbol del parque que los vio olvidarse y recordarse.
Él solo sonreía al escuchar lo que ella relataba en voz baja mientras escribía.

-        – Creo que, al despedirnos. ¡Al fin me dará un beso! – Terminó de escribir Mabel, levantando la vista para ver la mirada de un sorprendido pero feliz Pedro.

¡El beso sucedió! Y ambos sintieron que era algo que no querían olvidar.

Ella volvió a abrir su libreta y esta vez, sin relatar en voz alta y sin dejar que Pedro la vea, agregó una oración final al relato de su cita.

-        – ¡Fue mejor de lo que esperaba! – Garabateó rápidamente.

Se separaron con la esperanza de que el olvido no los volviera a separar.

Días después, el mismo parque, el mismo camino, el mismo árbol.
Allí estaba Pedro, esperando.
Allí llegaba Mabel, sonriendo.

-        – ¡Bendita libreta! – Exclamó él.

-        – ¡No hizo falta! – Respondió ella, entusiasmada.

Le contó que no había olvidado nada de su último encuentro. Ni el error de haberle puesto demasiada azúcar a su café, ni la anécdota de porqué Pedro llevaba vendada la mano, ni mucho menos había olvidado el beso.
Incluso le describió también la sorpresa de su hija al verla tan vivaz y centrada como hacía años que no la veía. Como si ese encuentro fortuito con Pedro hubiese vuelto a activar en ella algo perdido que los medicamentos no habían logrado.

Este nuevo encuentro se volvió a cerrar con un beso. Este ya más cercano y esperanzado. Marcando el comienzo de un amor.

La próxima cita sería en casa de Mabel, bajo la promesa de cocinarle un budín de chocolate con nueces al que le había hecho buena propaganda.
Esta vez la nota escrita se la llevó él, tan solo la dirección de ella en un pedacito de papel de la misma libreta.

El sábado a las cuatro de la tarde en punto sonó el timbre en casa de Mabel.

El olor a budín al abrir la puerta le hizo saber a Pedro que todo estaba bien, no había olvidos de que preocuparse. Y el beso que vino tras entregarle las flores que trajo de obsequio, despejó todas las dudas.

Tomaron café y rieron un rato largo.

Unos minutos después de las cinco de la tarde, se escuchó como unas llaves abrían la puerta de calle.

-        – ¡Es mi hija Tamara! – Dijo Mabel, mientras se paraba para ir a su encuentro.

-        – ¡Vení! ¡Qué te presento a Pedro! – Se escucha en el pasillo mientras vuelven, acercándose a la cocina donde quedó él.

-        – ¿Papá? ¿Qué haces acá? – Preguntó Tamara, con una mezcla de asombro y preocupación.

El rostro de Tamara, junto con esas preguntas y el tono de estas fueron como si la cabeza de Pedro se estrellara contra un muro a cien kilómetros por hora. No entendía nada, pero todo le parecía conocido ahora.

Hacía más de diez años que Pedro había sido diagnosticado con una enfermedad que rápidamente le fue mermando su lucidez mental junto con la memoria, por lo que Mabel, tiempo después había decidido internarlo en un hospital psiquiátrico ya que no podía cuidarlo a él y a Tamara, que apenas tenía 8 años y no entendía por qué su padre a veces dejaba de reconocerla.

Mabel lo visitó los primeros años hasta que su propia salud fue flaqueando su memoria y Tamara pasó a cuidar de ella.

Con el tiempo, Pedro, en la soledad del hospital había recuperado la lucidez más no la memoria. Pero fue lo suficiente como para que le dieran de alta hacía no más de dos años.

Tiempo después, pudo al fin mudarse solo. Y lo hizo a pocas cuadras del parque donde en su juventud había conocido a su amor, un amor del que no recordaba ni su rostro ni su nombre, pero que sin querer volvió a encontrar, bajo la sombra del mismo frondoso ibirapitá.