viernes, 24 de noviembre de 2023

Perros de la Calle

- ¡Salí de acá! – Gritó Sergio, mientras corría atrás del pequeño ladrón.

Amagó a tirarle una patada, pero se frenó justo a tiempo. Sabía que no lo iba a alcanzar, y a pesar de la bronca de los constantes robos de los que era objeto, le daba cosa pegarle, era “el cachorro”, el más chico de la “manada”.

-          ¡Perro de mierda! – Gritó nuevamente, mientras frenaba ya su carrera y veía a la distancia como el criminal se alejaba corriendo mucho más rápido que él, con las manzanas recién robadas de su frutería.

En la esquina, esperando que llegara su hermano menor con el “botín”, estaba Pablo (alias “el perro”, el hermano mayor de los 3), con un par de piedras en la mano y dispuesto a usarlas como método de disuasión en caso que Sergio esta vez lograra alcanzar al ladrón de manzanas.

Al llegar a la esquina, a salvo junto a su hermano, Mateo (“el cachorro”) mostró el botín, 4 manzanas que apenas podía aguantar envueltas en su remera, apretada entre las manos. Había logrado robar 6, pero un par se perdieron en el camino, y no había chances de volver por ellas.

Cargando la merienda recién obtenida, “el perro” y “el cachorro” se dirigen hacia la esquina de la Rambla y Ciudadela, donde paraban a veces en la tarde para pasar el rato y comer algo rico. Hoy tocaba manzanas.
Allí los esperaba Dylan (alias “el cusco”), el hermano del medio, apenas un año y medio mayor que Mateo, el más tranquilo de los tres.

La “manada” completa se quedaba ahí esperando el paso de las horas, luego, cuando ya se hacía de noche, volvían a la puerta de un garaje abandonado, donde pasaban la noche, envueltos en la misma frazada agujereada, tirados arriba de unos cartones.
Algunas noches, cuando ya nadie caminaba por esas veredas del Barrio Sur y las luces de la calle no habían prendido, a Mateo lo invadía el miedo que todavía le daba la oscuridad, a pesar de ya haber pasado casi un año desde que terminó en la calle junto con sus dos hermanos, a sus jóvenes 7 años hay cosas que aún costaba acostumbrarse.
Pablo, como buen hermano mayor, había desarrollado un método para tranquilizar a Mateo, sin importar la hora de la noche, cuando notaba que los miedos asechaban a su hermano, “el perro” empezaba a ladrar tan fuerte como podía, acto seguido, Dylan y Mateo lo emulaban también a los gritos. A Mateo aún no le salía bien el ladrido, un “woof, woof” agudo que despertaba la risa de los hermanos.

Los vecinos ya los conocían, sabían que eran ellos los que ladraban. Alguno de estos vecinos, ya cansado, sacaba la cabeza por la ventana y les gritaba que se callaran.

-          ¡Basta loco, son las 3 de la mañana! – Luego venía la puteada - ¡La puta que los parió, vayan a joder a otra parte!

Mateo se callaba inmediatamente, pero Pablo y Dylan seguían un rato más, un par de puteadas más y se callaban.

Parecía una inocente broma para quien los viese desde afuera, pero para ellos era una forma de saber que no estaban solos en esa oscuridad agobiante, incluso una puteada era bienvenida, era señal de que alguien sabía que estaban allí.

Esta costumbre fue la que le dio los apodos al grupo, “el perro”, “el cusco” y “el cachorro” ya eran conocidos en el barrio. A veces algún vecino que se los cruzaba les reprochaba los ladridos de la última noche y ellos se reían mientras le mentían en la cara.

-         Nosotros no fuimos, debió ser algún perro de ustedes. – Y se iban riendo, dejando al vecino con más bronca de la que venía.

Eran un grupo molesto, pero que salvo por algún crimen menor (como el robo de unas manzanas, o los ladridos nocturnos) no causaban más problemas que andar a las corridas de allá para acá, pidiendo alguna moneda a los choferes de los autos estacionados que salían (cuando el cuida-coche de la cuadra no estaba, claro está).

Dos o tres veces a la semana iban a la parroquia del barrio, ahí el padre Esteban les daba algo para comer, agua y alguna charla de Dios. Mateo sentía un calorcito en el pecho cuando el cura les decía que ese Dios los veía siempre y que los amaba. Lo inalcanzable e invisible de ese Dios no parecía importarle, algo de amor siempre era bienvenido.
Igual después Pablo se encargaba de romper la magia, cuando abandonaban la parroquia y volvían a su rinconcito del barrio con la panza llena se despachaba con sus burlas, tanto al cura que los intentaba convencer de ir a un hogar del MIDES como burlas a ese Dios que nunca había visto ni les había hecho ningún favor. Si realmente existía, “los milagros deben ser para los ricos” – pensaba – a Pablo y su manada, no les había tocado ninguno.

Los años pasaron, ya Pablo había llegado a los 17, Dylan estaba por cumplir los 13 y Mateo con apenas 11 años.

Se habían vuelto más osados y los hurtos ya incluían alguna billetera o monedero de algún peatón descuidado. Se quedaban con el dinero y descartaban el resto en plena carrera.
Un día, un vecino ya cansado de la conducta cada día más violenta de “la manada”, había llamado a la policía, que logró atrapar a los dos más chicos.
El comisario quería mandarlos a un hogar del INAU, los había logrado hacer entrar al patrullero y desde lejos, Pablo (que había logrado escapar), divisaba como se le estaba por desaparecer la poca familia que le quedaba, así que corrió atrás del patrullero y en una esquina que este se detuvo, alcanzó la puerta del lado derecho del auto y la abrió mientras gritaba “corran”, algo que sus dos hermanos hicieron como si no hubiese un mañana.

Al día siguiente, ya se habían mudado de barrio, a otro paramo abandonado, esta vez, una plaza con una garita policial en ruinas se convirtió en su nueva guarida.

En el nuevo barrio, sin la mirada de aquellos vecinos que los conocían desde hace años, se fueron animando a más.

El día que todo cambió, Pablo estaba trabajando de limpiavidrios en una esquina de Joaquín Requena y Víctor Haedo. Allí paró un auto de alta gama, conducido por un hombre ya mayor y una señora de acompañante.
Pablo, sin siquiera esperar la aprobación del hombre, le echó agua con jabón en el parabrisas para comenzar a limpiar. Esto fue respondido con un insulto del hombre, que poniendo el freno de mano al auto se dispuso a bajar para discutir con el atrevido muchacho.
Mientras este señor se encargaba de recitarle varios insultos a Pablo, Dylan apareció por el lado derecho del auto, aprovechando que la ventana estaba baja y que la señora llevaba su cartera sobre la falda, la tomó y comenzó a correr.

Pablo corrió hacia el otro lado dejando atrás al hombre que ya había dejado de prestarle atención debido a los gritos de su esposa que pedía que detuvieran al ladrón que se llevaba sus pertenencias.

La carrera de huida de Pablo se cortó en seco cuando escuchó el tiro.

Ninguna bala había alcanzado a Pablo, pero los gritos le hicieron pensar lo peor, así que dio la vuelta y corrió hacia el auto nuevamente, donde el hombre estaba aún parado junto a la puerta del chofer, con un arma en la mano, y la señora, que había salido del otro lado, se tomaba la cabeza.

-          ¿Cómo le vas a tirar?, si es un nene. – Dijo la señora, increpando a su marido.

Pablo llegó al fin al auto y vio a Dylan en el piso, quejándose de dolor por la bala que le entró por la espalda.

Al rato llegaron las ambulancias y la policía, a Dylan se lo llevaron al hospital Maciel y a Pablo lo subieron a un patrullero esposado. A otro patrullero subieron al hombre del arma.

Pablo salió a las pocas horas, si bien estuvo en el momento del hurto, los testigos lo ubicaban en el lugar del hecho, pero ninguno pudo probar que estuviese involucrado.

Fue a buscar a Mateo y se fueron para el Maciel, no los dejaron entrar a ver a Dylan, pero les dijeron que la situación era compleja y que después de la cirugía para sacar la bala e intentar cerrar las heridas internas que tenía, podía pasar varias semanas en el hospital.
El doctor también había dicho que por la seriedad de las heridas había un riesgo alto. Mateo no entendió bien, pero Pablo sabía bien a que se refería.
Pasaron la noche en la sala de espera de la emergencia del Maciel, tirados sobre las sillas durmiendo de a ratos.

Cuando el doctor salió a la sala de espera en busca de los familiares de Dylan, Pablo se paró de inmediato y corrió hacia la puerta. Mateo, que se acababa de despertar por el movimiento brusco de Pablo, apenas reaccionó y llegó unos segundos después a donde su hermano ya había quedado solo, llorando. Dylan había muerto.

Ese episodio marcó un antes y un después para ambos, sobre todo para Pablo, que siempre había asumido una responsabilidad en cuidar a sus hermanos menores luego de que su madre los abandonara.
La tristeza lo empezó a consumir y con el tiempo también las drogas, las que una vez fueron su escape de la realidad, pasaron a ser su prisión.

Unos meses después, Mateo se despertó y no lo encontró. Por más que lo buscó por los lugares que comúnmente frecuentaban no aparecía. Pablo se había ido.

Mateo hizo cuentas (todas eran restas), nunca conoció a su padre, su madre lo había abandonado, su hermano había muerto hacía unos meses, y ahora su hermano mayor, la única figura paterna que había conocido, también desaparecía.

Casi por instinto fue hasta la parroquia del padre Esteban, que lo reconoció de inmediato, pero también de inmediato se dio cuenta que algo había cambiado en él además de su edad.
Preguntó por el resto de “la manada” y recibió las noticias que tanto había temido. Siempre supo que ese grupo tenía un destino oscuro, quiso ayudarlos incontables veces, pero nunca lo logró. Ahora, tenía frente suyo al único al que todavía podía rescatar, por lo que se dispuso a convencer a Mateo de que lo acompañara a un orfanato que Esteban conocía, donde lo iban a poder ayudar a salir de la calle y tal vez encontrar un futuro mejor.

La idea, a Mateo, no le agradaba mucho, pero la alternativa era volver a la calle, solo, sin la protección y el cariño de su hermano mayor. Esa idea se veía peor, así que aceptó ir al orfanato.

Allí le dieron una cama cómoda, no era ningún lujo, pero comparado con dormir sobre cartón en una vereda, tapado con una frazada agujereada, era una diferencia abismal.
Le daban comida, le enseñaban a leer y escribir, lo enseñaban a asearse y cuidarse.
Con el tiempo, esa vida lo fue convenciendo, y casi sin quererlo empezó a olvidar su vida en “la manada”, aunque dos por tres, cuando el perro del orfanato ladraba sin cesar, él le respondía brevemente con ese “woof, woof” que lo hacía recordarlos.

Como parte de las actividades de inclusión que tenía el orfanato, los internos de más edad hacían trabajos simples para ayudar a la comunidad y ganar algunos pesos para ellos. Hacían mandados para algún vecino con problemas de movilidad, cortaban el pasto en casas de la zona, o paseaban algún perro.
Mateo se había ganado fama de ser bueno para la jardinería, por esto era recurrente en la casa de la familia Salinas que estaban orgullosos de su jardín y siempre lo mantenían cuidado.
En esa casa lo trataban con un cariño y respeto que nunca había sentido en sus años de dolorosa peregrinación por la vida, tanto que a veces lograban pasar la fría y dura coraza con la que Mateo trataba al resto de las personas con las que interactuaba.
Claudia y Julián - los Salinas-, eran una pareja de mediana edad, sin hijos, amables y simpáticos, pero que a veces mantenían un semblante de tristeza reprimida, tal vez por eso, Mateo, conectaba con ellos.

Uno de esos días de trabajo en el jardín (mientras tomaba un refresco que le había alcanzado Claudia), Mateo le preguntó porqué no habían tenido hijos.
Claudia bajó la vista y su sonrisa desapareció tan rápido que Mateo supo al instante que era algo que no debía preguntar.

-          Si tuvimos un hijo, hace 4 años – Respondió Claudia, luego de unos segundos.

-          Pero se nos fue a los pocos meses de nacido – Sentenció, mientras una lagrima comenzaba a recorrer su rostro.

A Mateo se le arrugó el corazón, esa tristeza de la pérdida le era conocida.
Casi sin pensarlo la abrazó, ese abrazo que él tanto había esperado de otros ahora le correspondía a él brindarlo. Ella aceptó el gesto y devolvió de la misma forma con sus brazos alrededor de Mateo, como si supiese que él también lo necesitaba. En el pecho de Mateo volvió a sentir ese calorcito que le recordó cuando de niño escuchaba las historias del padre Esteban sobre un Dios que lo amaba.

Luego del abrazo, estando también vencido por la emoción, Mateo, decidió contarle parte de su historia, de su pasado en “la manada”, de sus hermanos y del abandono.
La sesión terminó con otro abrazo, esta vez ofrecido por Claudia.

Con el paso de las semanas y los meses, el apego de Mateo con la familia Salinas se volvía más fuerte.
Julián, enterado del episodio de los abrazos a través de Claudia, también le había tomado más cariño y a veces lo buscaba para conversar de la vida.
Tanto fue así, que un día, cuando Mateo llegó a la casa de los Salinas a realizar sus tareas de jardinería, Claudia y Julián lo sorprendieron con una propuesta, si él quería, ellos estaban dispuestos a adoptarlo.

Mateo, que ya tenía casi 15 años, sabía que ser adoptado a esa edad era casi imposible, y ya se había hecho a la idea de salir a buscarse la vida a los 18 cuando en el orfanato no le pudieran dar más alojo.
Es que las adopciones casi siempre eran con niños pequeños, para no tener que lidiar con alguien con un pasado complejo, como el de él.

Meses después, Mateo había dejado el orfanato y ya vivía en la casa de los Salinas.
Atrás habían quedado las noches de ladridos, las manzanas robadas, las corridas y los miedos.

Años después, Mateo Salinas era un alumno matriculado en la facultad de veterinaria, tenía un trabajo estable en un almacén mayorista manejando un montacargas y se había comprado un auto (con ayuda de sus padres).
Quien lo viera hoy por la calle no podría conectar a este joven con tantas esperanzas de futuro, con aquel niño con tantas carencias y dolores del pasado.

Aquel día, mientras Mateo iba al trabajo en su auto, tuvo que frenar detrás de una fila de autos detenidos por lo que él creía era un accidente o una manifestación, no prestó mucha atención y se dispuso a revisar su celular.
Delante de la fila, la discusión entre un taxista y un hombre que limpiaba parabrisas a cambio de algunas monedas era lo que detenía el tránsito. El taxista le increpaba al limpiavidrios a los gritos por haberle tirado agua y jabón en el parabrisas cuando él claramente la había indicado que no lo hiciera.

El limpiavidrios intentó recuperar su lampazo y su botella, que le había quitado el taxista durante la discusión. Pero lo único que obtuvo fue un empujón que lo dejó de espaldas en la calle, siendo apenas esquivado por un auto que venía en sentido contrario.

Los bocinazos de la fila de autos detenidos junto con la frenada del otro auto que apenas esquivó al limpiavidrios hicieron que Mateo prestara atención, y como veía que esa situación iba para largo, puso el freno de mano al auto y descendió para ver más de cerca y si era posible intervenir para que la situación se solucionara y él pudiese seguir su camino.

El limpiavidrios era un pobre tipo, vestido con una ropa sucia y desgastada, con la barba sin cortar hace meses, muy flaco y con un semblante débil y triste.
El instinto de Mateo lo llevó a decir lo único que podía decir en el momento que lo reconoció.

-          Woof, Woof – Repitió varias veces con la voz aguda y quebrada.

En la esquina, el limpiavidrios quedó inmóvil, al instante reconoció al “cachorro” como si fuese ayer que lo hubiese escuchado por última vez.
Cuando se dio vuelta, Mateo ya estaba llegando, corriendo con los brazos abiertos, como cuando tenía 7 años, llegó hasta Pablo y lo abrazó sin decir nada. Lo abrazó con tanta fuerza que por un instante le quitó el aliento.

El corazón de Pablo volvió a ese mismo tiempo en que la manada estaba unida, se olvidó de la discusión con el taxista, de su lampazo y su botella.

El taxista observaba desde la puerta de su auto, asombrado el cambio de situación. Luego de unos segundos decidió subirse al taxi y continuar camino.

El confundido taxista, ya alejándose de la situación miró su espejo retrovisor por última vez, fue cuando el escalofrío lo invadió.
Desde el espejo veía que en la esquina ahora eran tres fundidos en un abrazo, los dos hombres -Pablo y Mateo- y una figura poco clara, más baja y semitransparente, como una bruma apenas visible, pero que se aferraba a sus dos hermanos con fuerza, como en aquellas noches de oscuridad.

La manada estaba unida, una vez más.

lunes, 2 de octubre de 2023

Una vez más

Como un escéptico obstinado, que ha pasado toda la vida dudando de cualquier magia, religión, creencia y esoterismo, me era imposible aceptar lo que estaba viviendo. 

Ese era yo, esos eran mis compañeros de escuela, esa era mi maestra, y yo era el que hablaba, me sentía hablar, las palabras salían de mi boca y la gente me miraba… no había duda, estaba ahí, en la misma escuela, con los mismos compañeros y con la misma maestra, igual que ese día de hace ya 40 años. 
No había duda, (por más que las buscara, no había duda) eso era real. 

De pronto volví a la realidad, al ahora, volví a tener 48 años, ese viaje al pasado había terminado, y entendí que eso había sido solo la muestra gratis, apenas unos minutos, una pequeña probada de aquello prometido, la prueba que necesité para poder creer en la oferta que me habían hecho. 


Ese día había empezado como un día normal, la misma rutina, el mismo camino, el mismo horario repetido.
Ya había dado varias vueltas por el barrio de Tres Cruces buscando un lugar para estacionar, y luego de haberlo conseguido, emprendí mi caminata hacia la oficina. 
Al llegar al edificio saludé al portero y me dirigí al ascensor, un día más, nada particular. 

Al subir al ascensor vi que había una señora mayor, a la cual no reconocí, pero igualmente saludé. 

- Buenos días – le dije. 
- Buenos días – respondió. 
- ¿Sube? – pregunté (ya que ella estaba en el ascensor en la planta baja pero no descendía del mismo). 
- Sí – respondió nuevamente, asintiendo con la cabeza mientras sonreía. 

Las puertas del ascensor se cerraron y marqué el piso 10. 
En ese momento, en el que el ascensor comenzaba a moverse no me percaté que no había otro número marcado, ni se me ocurrió preguntarle a la señora a que piso iba, ya que ella estaba ahí antes que yo. 

A mitad del trayecto me tomó de sorpresa su pregunta: 

- Es difícil estacionar en esta zona, ya estás llegando tarde, ¿no es así, Wilson? 

En unas pocas centésimas de segundo mi cabeza se llenó de preguntas. 
¿Cómo sabe mi nombre?, ¿La conozco de alguna parte?, ¿Cómo sabe mis horarios?, ¿Me habrá visto dando vueltas para estacionar?, ¿Quién es? 

La sorpresa se transformó en algo de miedo cuando volvió a hablar: 

- No te preocupes, Wilson, no me conoces, pero estoy aquí para hacerte un regalo. 

Podría haber intentado pronunciar alguna de las preguntas que segundos atrás resonaban en mi cabeza, pero solo se me ocurrió decir: 

- ¿Qué tipo de regalo? 

Mientras esperaba la respuesta, ahora si fijé mi atención en la señora. 
Era una mujer con la piel lo suficientemente arrugada como para arriesgarme a estimar su edad en más de 90 años, seguramente cercana al siglo de vida. 
Sus ropas y accesorios eran – ahora que les prestaba atención – dignas de una gitana, una de esas personas que leen las líneas de la mano, la borra del café, o algún otro tipo de práctica esotérica que me era tan difícil de aceptar. 

Toda esta reflexión interna sobre quien era mi compañera de viaje de subida hasta el piso 10 me distrajo del hecho de que el ascensor ya no se movía, el número 10 ya no estaba resaltado y el indicador del piso en que estábamos permanecía apagado. 
Lo que realmente importó fue su respuesta a mi pregunta sobre el tipo de regalo: 

- Te voy a dar la oportunidad de volver a vivir un día de tu pasado, cualquiera que elijas. 

Mi “yo” escéptico volvió a la realidad y con su mochila llena de ciencia, filosofía y pragmatismo la única idea que podía explicar esto era que seguramente me quería sacar dinero, o engañar de alguna forma. 

- No, no te quiero sacar dinero ni engañar – dijo a continuación la señora.

Mi sorpresa fue mayúscula al ver que repetía las palabras que acababa yo de elaborar en mis pensamientos. Pero eso no era suficiente, no había forma de que lo que me ofrecía fuese real y posible.

- Por ejemplo, así... – dijo mientras tocaba mi frente con su mano. 

Y ese fue el momento en que volví a sentir el aula, los murmullos de los niños, esos niños que habían sido mis compañeros. Sentí la mirada de la maestra Cristina, que atenta a mi respuesta asentía con la cabeza y sonreía como hacía siempre que alguien respondía bien. 
No tenía control de lo que estaba pasando, era un espectador, pero estaba dentro del mismo cuerpo de 8 años, movía mis brazos y mi boca como los moví aquel día de hace ya 40 años, dije las mismas palabras y sentí el mismo orgullo de haber respondido bien. 
Todo era real, pero lo estaba viviendo con la conciencia de este Wilson de 48 años. 
Y en ese momento volví al presente, fueron apenas unos minutos de prueba para que le creyera. 
Y no tenía forma de no creerle, el viaje se había sentido real y el corazón estaba latiendo a mil. 

La carga del escepticismo (como la describía Carl Sagan) había desaparecido, o por lo menos no era útil en ese momento, simplemente creía. 

- Puedes elegir cualquier día de tu pasado, – repitió la señora – y lo vivirás como has vivido ese recuerdo de la escuela. 
  No podrás cambiar nada, solo estar presente y volver a hacer y sentir lo mismo que aquel día. 

Sin hacerme más preguntas (ni siquiera la más obvia: ¿por qué me estaba pasando esto a mí?) comencé a pensar en cual sería mi viaje de un día. 

Podría haber elegido cualquier momento de felicidad, como volver a conocer alguna de las mujeres que amé, o revivir algún error, para entender en que fallé. 
Podría haber vuelto a jugar con mis vecinos a la escondida hasta que mi madre me llamara para que entrara porque se estaba haciendo de noche, o haber ido a festejar nuevamente el cumpleaños de uno de esos amigos que uno cree que siempre tendrá cerca y que el paso del tiempo los ha llevado lejos. 

Sin embargo, instintivamente, sabía que el día que iba a elegir sería un día con mi padre, ese que hacía algunos meses había partido. 

En ese tiempo que tenía para elegir (que ya parecía eterno a pesar de que no avanzaba) me puse a pensar en cual sería ese día, de entre todos aquellos que tuve oportunidad de compartir con él. 

Podría haber sido el día en que me llevó a su trabajo, a aquel taller de herrería de la UTE donde pasaba los días entre fierros y mates, para revivir el orgullo de ese niño de tener un padre que era bien recibido, respetado y saludado con cariño. 
O podría haber vuelto a alguna noche de esas que, durante un apagón, a la luz de una vela, jugábamos con mis padres y mis hermanos a “La Conga” o a “La Escoba del 15” hasta que nos mandaban a dormir. 
Tal vez sería divertido escuchar otra vez alguna anécdota de esas de cuando él era joven, cuando boxeaba en un gimnasio llamado “Wilson”, razón por la que me puso este nombre. Nombre que cuando chico no me gustaba mucho pero que empecé a querer luego de conocer su origen. 
Pensé también en algo más trascendente, en volver a escuchar como nos rezongaba para que hiciéramos caso a mi madre, esa mujer que amó y protegió, y a la que nos repetía cada vez que podía que no se le debía faltar el respeto nunca… ¡nunca! 

Al final empecé a pensar en algún día en donde me hubiese gustado escuchar o decir algo más, algún pendiente. Pero las reglas de la visita eran claras, no se puede modificar nada, solo revivir el día tal cual fue. 

Entonces estuvo claro. 
Sin mediar palabra miré a la gitana. Ella que también me miraba atenta, sin preguntar, tocó mi frente y me envió al día que había elegido. 

Y ahí estaba yo, en la sala de CTI, frente a la cama de mi padre. 
Era el día en que me dejaron entrar, a pesar de los protocolos de COVID pude verlo. Luego de limpiarme con alcohol en gel y vestirme con todas las protecciones y ropas desechables que allí me daban. 
Él no me vio, estaba inconsciente, en coma, respiraba con dificultad ayudado por una máquina. El constante pitido de la otra máquina que se aseguraba de que su corazón siguiera bombeando pronto se volvió parte del ruido ambiente y ya no lo escuchaba. 

- No podés tocarlo - me habían dicho. 

No fue fácil hablarle, algo que heredé de mi padre fue la tosquedad a la hora de expresar emociones, así que como muchas veces en la vida estábamos de nuevo los dos solos ahí callados, él por no poder hablar, yo por no saber que decir. 

La promesa de la gitana era real, volví a decir lo mismo que dije aquel día, volví a sentir cada emoción como ese momento, volví a llorar igual que aquella vez. 

De todos los días que pude haber elegido, elegí ese, el día que me despedí de mi padre, el día que le tomé la mano a pesar de que no se podía, el día que me corrí la mascarilla y le di un beso en la frente sin importar si me retaban, el día que le dije, por última vez, ¡Te quiero!.

martes, 21 de octubre de 2008

Desatardeceres

Aldo Molina era el nombre del hombre, un chacarero olvidado a las afueras de la vida, de manos ásperas y pelo gris, de edad desconocida.

En las mañanas de frío, antes de que el gallo despierte al día, el hombre ya estaba de pie frente a su rancho, rezongando al perro pa’ que no ladre, armándose un pucho y preparándose para otro día.

La rutina diaria no perdonaba, las vacas necesitaban quien que les de de comer y luego las ordeñe.
Había que recoger las verduras, cargarlas en el carro y marchar al pueblo a encontrar quien le compre.
No había días libres, ni se suspendía por mal tiempo, era el único en el rancho, capataz y peón por turnos, ni tiempo para enfermarse le quedaba.

A la tarde descansaba junto al rancho debajo de una parra, ahí se aprontaba unos mates, se armaba un pucho y pensaba. Pensaba en ella, pensaba en ellos.

El día que se fue su esposa se lo llevó todo, todo lo que él quería en este mundo, se llevó a Rosita, la más pequeña y también a Julián, el primogénito.
Ese día no lloró, no quiso hacerlo. Llorar no es de machos, y menos por ella, que ya iba a volver seguro, siempre volvía.

- Te digo que es la ginebra la que me pone así. – le había dicho ese último día – Si yo ni me acordaba que te había pegado, no es para tanto vieja, vení p’acá te digo.

Ella no volteó a mirarlo, cargada de bolsos y arrastrando a los hijos que no entendían que pasaba, se fue llorando, ella si lo tenía permitido.

Esta vez ella no volvió. El esperó y esperó y desesperó... y luego se resignó.

La ginebra pasó a ser su fiel compañera durante el día, con la voz clara pero amarga le llenaba la cabeza de ideas y desvaríos propios de un alcohólico, pero a la noche se escondía entre las botellas de la cocina cuando llegaba la otra, la que le quitaba el sueño, la que le hablaba al oído, la soledad.

Con el tiempo Aldo se fue dando cuenta que la cama le quedaba grande, y para evitar que le ande sobrando sábanas prefería dormir en el piso del comedor, una manta y unos cueros que usaba como almohada eran más que suficientes. Ya de paso alejaba recuerdos, dos metros más por lo menos, “algo es algo” se decía.

Esa tarde la ginebra era la misma de siempre, pero a él le sabía más amarga que de costumbre, y como de amarguras tenía lleno el corazón ya no lo soportó.
Primero apartó el vaso y miro con bronca la botella, que sentido tenía seguir así. Luego se levantó y entró en la casa caminando torpemente pero con determinación.
Al salir tenía en sus manos el arma que solo usaba para espantar zorros, siempre la tenía cargada así que solo tuvo que gatillar y apuntar.

El estruendo se escucho desde lejos, el perro empezó a ladrar como loco desde el otro lado de la casa donde estaba atado. Luego el silencio.

Tanto había esperado para decidirse que ya había pensado que nunca se iba a animar.

Pasados unos segundos se escucho otro disparo, nunca tuvo buena puntería y menos en ese estado, al tercer tiro le embocó, la botella de ginebra se partió en mil pedazos que volaron por el aire y derramo su amarga sangre en la mesa del patio donde descanzaba hasta hace segundos.

Ahora estaba un poco más feliz, si solo pudiese averiguar cómo hacer para matar a soledad...

lunes, 7 de julio de 2008

Valentín quería volar

Los niños del orfanato habían hecho dos largas filas en el pasillo principal, una fila sobre la pared norte y la otra sobre la pared sur. En el extremo de esas filas, donde estaba la ventana principal que daba al patio estaba Valentín.

- Va-len-tín… Va-len-tín… Va-len-tín – vitoreaban los niños.

Valentín comenzó su carrera por el pasillo mientras sus amigos seguían gritando su nombre.
Al final del pasillo, en el extremo opuesto de donde Valentín había comenzado su carrera se había montado una plataforma de salto improvisada, dos sillas apoyadas contra una mesa de las del comedor.

A medida que avanzaba Valentín aumentaba su velocidad y ya comenzaba a desplegar sus alas hechas con las sábanas de su cama. Las sillas lo ayudarían a subir a la mesa y luego desde esta saltaría hacia las escaleras que estaban detrás, el plan era perfecto, sería su primer vuelo exitoso.

Pero el plan perfecto tenía una falla, el alboroto armado por sus compañeros de travesura había alertado a las cuidadoras del orfanato que justo antes de que Valentín alcanzara su objetivo llegaron a detenerlo.

Los niños corrieron a esconderse en sus habitaciones mientras la directora de turno se encargaba de desarmar el disfraz de pájaro de Valentín. Acto seguido fue conducido a su habitación y recibió la esperada reprimenda.

Esa tarde estuvo castigado y no pudo salir al patio de juegos.
Al día siguiente volvió a su rutina, ocupando la hamaca que ya casi monopolizaba en las tardes. Columpiándose más y más alto para luego soltarse y caer en la montaña de arena que había preparado para amortiguar sus aterrizajes.
Debía entrenar más y más y así estaría preparado para el día en que empezaría a volar, además su aterrizaje todavía necesitaba práctica.

Sus amigos le daban ánimos, algunos solo para burlarse luego, otros esperando que los anhelos de Valentín se hicieran realidad y ellos pudieran presenciar el día en que los poderes del vuelo le fueran otorgados, tal como él prometía.

La sensación del viento en el rostro era su mayor placer, los pocos instantes que permanecía en el aire luego de separarse de la hamaca lo transportaban a un mundo de sueños donde podía sentir como crecían alas en su espalda. Pero la gravedad era difícil de engañar, parecía como si lo estuviese observando constantemente y en cuanto Valentín emprendía vuelo, ella lo regresaba a tierra.

La aventura de Valentín se había transformado en el comentario obligado de todos los almuerzos, incluso varios de los niños comenzaron a pensar en seguir sus pasos. Pero Valentín cual auténtico profesor de vuelo les explicaba lo costoso que es volar, el esfuerzo que lleva la práctica constante y como no debían rendirse a pesar de los fracasos.
Cuando caía la tarde reunía a sus íntimos amigos junto a las hamacas y les contaba de sus sueños, de cómo escaparía del orfanato algún día para recorrer el mundo.

A pesar de los incontables porrazos que se había pegado, a pesar de las rodillas lastimadas y las risas de los incrédulos, Valentín seguía intentando volar cada tarde, nadie le podía sacar de la cabeza esa idea.

Ese día de primavera parecía un día como cualquier otro, a la tarde los niños en el patio jugando y Valentín en su mundo, en su hamaca intentando por enésima vez volar. Junto a él todos sus seguidores, todos menos uno.

Cristian, el más pequeño de los seguidores de Valentín había desaparecido hacía unos minutos y todavía nadie extrañaba su presencia, hasta que alguien lo divisó.

Sobre el tejado del orfanato Cristian caminaba con cuidado acercándose al borde del techo envuelto en una sabana, emulando a su ídolo Valentín.

Valentín no podía creerlo, como podía Cristian pensar en volar si ni siquiera había practicado lo suficiente en la hamaca, y además era más torpe que él mismo en los aterrizajes, era una auténtica imprudencia.

- No saltes – gritaban las celadoras del orfanato mientras corrían.

Cristian no podía escuchar ni quería hacerlo, estaba seguro de si mismo y de poder escapar volando sin ningún rasguño. Valentín se sentía responsable de su amigo y también le gritó.

- ¡No saltes! – alcanzó a gritar, pero ya era tarde.

Cristian dio el último paso y saltó, desplegó la sábana intentando aletear y por un instante se sintió volar. Pero la gravedad lo pescó en el aire intentando engañarla, nadie se le iba a escapar.

Los gritos de horror de las celadoras se detuvieron en seco cuando pasó Valentín, volando desde la hamaca a más de quince metros de distancia atrapó en plena caída el cuerpo de Cristian y luego uso su propio cuerpo para amortiguar la caída de su amigo.
Los aterrizajes nunca fueron los suyo.

En el piso Cristian lloraba al ver a Valentín inmóvil junto a él, casi no prestaba atención a los raspones en sus rodillas que junto con un gran susto eran lo único que había conseguido de este intento de volar.

Al día siguiente la hamaca donde Valentín practicaba todas las tardes fue descolgada y la montaña de arena desapareció también.

Desde el hospital Valentín se recuperaba de sus huesos rotos mientras era retado por turnos por todas las celadoras del orfanato. Sin embargo la sonrisa no se borraba de su cara.

No se si volvió a intentarlo, solo se que en el orfanato nadie pudo olvidar el día que Valentín voló.

lunes, 23 de junio de 2008

Voces

El despertador sonó tres veces, ya no podía escapar a su destino, debía juntar fuerzas y levantarse.
Clara, su esposa ya se había levantado hacía tiempo, su lado de la cama estaba frío.
Recorre la casa hasta la cocina donde busca su desayuno, Clara siempre le dejaba el café hecho y unas rebanadas de pan junto a la tostadora para que él desayunase rápido antes de ir a trabajar.
Sin embargo hoy la cocina estaba vacía, la mesa estaba más limpia que de costumbre, y en la mesada no habían rastros de desayuno, esto preocupó a Esteban al principio pero luego asumió que su esposa estaría tal vez en el supermercado surtiendo algún faltante.

La casa estaba callada y Esteban se sentía un poco incomodo por lo que en cuanto terminó su desayuno decidió cambiarse y partir temprano para su trabajo.
Una vez que logró acordonar sus zapatos y elegir la corbata salió de su cuarto rumbo a la puerta de calle, fue en ese momento que la escuchó.
Un llanto que le resultaba familiar, parecía ser su esposa la que lloraba, pero no encontraba el origen del sonido. Intranquilo y algo asustado en ese momento corre al piso superior, al cuarto del que acababa de salir, pensando que tal vez Clara estaría allí, aunque era imposible.

El rostro de Esteban reflejaba una mezcla de desconcierto y miedo, comenzó a correr por la casa para buscar a su mujer, pero no la encontraba en ningún rincón. Se dio por vencido y asumió que solo lo había imaginado.

De vuelta se dirigió hacia la puerta de calle, intentó abrirla sin éxito, al parecer estaba cerrada del lado de afuera, tomo su llave e intentó abrirla, pero la llave no giraba.
¿Como podía ser esto posible?, ¿quién había cambiado la cerradura, y cuando?

En ese momento volvió a escucharla, la voz de su mujer se oyó por toda la casa.

- No te vayas – susurró la voz triste de Clara.

Este pedido asustó más aún a Esteban, intentó responderle a esa voz.

- ¿Donde estas? – le preguntó, pero no obtuvo respuesta.

A esta altura Esteban temblaba de miedo sentado junto a la puerta de calle, esperaba que algún hecho o quizás esa extraña voz le aclarara lo que estaba sucediendo, pero nada sucedía.
Pasaron unos cinco minutos y Esteban comenzó a sentirse mal, el cuerpo no le respondía cuando intentaba moverse y además la casa se iba poniendo más y más oscura.

De repente la oscuridad total, acto seguido Esteban pierde el conocimiento. Al volver a despertar volvió a reconocer su casa, desde el rincón junto a la puerta de calle intentaba recuperarse, su único recuerdo de su desmayo era un fuerte pitido que le retumbaba en la cabeza.

Desesperado Esteban corre por toda la casa, prueba cada una de las ventanas, la puerta de atrás y hasta intenta escapar por la banderola del baño, pero todo fue inútil, quien lo había encerrado en su casa se había asegurado de que no tuviese escapatoria.

Rendido nuevamente y más desorientado que al principio se sienta en la cocina a intentar recordar algo que le diera pistas de cómo salir de esto, o por lo menos como es que llegó a esta situación.
Mientras permanecía sentado junto a la silla donde siempre se sienta Clara, siente sobre su mano un leve roce, como si de una caricia de su esposa se tratara, pero su esposa no estaba allí.
Esto hizo saltar a Esteban de su asiento y arrojarse contra un rincón de la cocina, esperando ver algún rastro de un fantasma, pero nuevamente, nada sucedió.

Al cabo de un par de horas su desesperación había cesado y a pesar de su desconcierto esperaba tranquilo la próxima señal de su esposa, estaba seguro que algo intentaba decirle, desde donde… no lo sabía.

De pronto, nuevamente la oscuridad, pero esta vez llegó mas rápidamente y tal como la última vez quedó inconsciente, cuando volvió a la realidad tenía una imagen en la retina, era el rostro de su esposa, un rostro triste que lo observaba desde un lugar muy luminoso, como esperándolo.

Ya no ofrecía resistencia, su esposa lo era todo para él y a pesar de su inseguridad en su mente la idea de reunirse con Clara era preferible a la de permanecer en este encierro que una vez fue su casa.

Permaneció inmóvil esperando un nuevo embate de la oscuridad, esperando que esta vez se lo llevase consigo.
Y la oscuridad llegó nuevamente, invadió lentamente la cocina donde Esteban permanecía sentado aún, pero esta vez venía acompañada de voces extrañas y nuevamente el fuerte pitido que lo había ensordecido la primera vez.

Incapaz de controlar su cuerpo se dejo llevar, algo le decía que del otro lado su mujer estaría esperándolo.
Una luz blanca muy intensa se abrió paso por la oscuridad que se tragaba a Esteban, la luz lo enceguecía, era como si hubiese estado ciego durante meses y esta fuese su primera luz.

Cuando la luz retrocedió un poco comenzó a distinguir formas, su cuerpo comenzó a recuperar las sensaciones perdidas. Sobre su mano sentía la presión de otra mano, su recién recuperada vista le mostró la mano de su esposa que lloraba junto a su cama.

La sala de terapia intensiva estaba poblada de aparatos, el constante pitido del monitor cardiaco le trajo a la memoria un sin fin de imágenes. Imágenes del accidente que había olvidado y que ahora se hacían vívidas al observar las cicatrices en el rostro de Clara.

Su esposa continuaba llorando junto a él, habían sido dos meses de dolor y esperanza.

- Sabía que me escuchabas – terminó diciendo su esposa antes de besarlo.